La
luna era muy grande esa noche y estaba casi llena, se reflejaba en el
mar Azul de Prusia, dejando en él, la mancha de plata de su ser. El
suave rugir de las olas lamiendo las piedras de la orilla, le daban
seguridad. Había abierto una cerveza y experimentó una libertad extraña cuando le llegó su olor, que repitió en su cabeza, tardes eternas de playa. Su oro helado, corrió por
su aparato digestivo después de besar el cuello verde de la botella
con un 1925 grabado. Recordó su sabor enseguida, fuerte y amargo,
que hacía años que no probaba y que la trasladaban de nuevo a esa
casa, algunos años antes, a planes que nunca había podido realizar,
pero que aún guardaban el olor de la expectación y seguían
erizando su piel.
La
fachada blanca de la casa, sus cactus tan altos como espinosos, los
dos faroles que alumbraban levemente la terraza, la brisa suave que
mecía el chal sobre sus hombros y el vaivén de las olas, la habían
sumido en una quietud agradable como en un poema de Machado, donde el
tiempo se para, para dejar que disfrutemos del momento.
Los
últimos días habían sido angustiosos, y de sus nervios, que habían
contagiado a su bebé, esa tarde se transformaron en cólicos. El llanto
desesperado del niño había durado horas, justo paró cuando sonó
su teléfono y su madre le cogió aún más fuerte contra el pecho
cuando escuchó la voz de la policía al otro lado. ‘La
droga es muy mala, estas cosas pasan más a menudo de lo que
piensas¿Estás en Almería
verdad?, buena chica. Ven mañana, hoy aquí ya no hay nada que
hacer. Lamento mucho que haya
terminado así, ahora que os habíais dado una oportunidad.’
Tras
esa llamada que lo cambió todo, había salido la luna y el pequeño
se había quedado dormido en su regazo dando paso a una serenidad
maravillosa. Después de dar el biberón a su hijo, el niño se
durmió como un bendito, salió afuera a pensar, y en lugar de eso,
su cabeza caprichosa quiso que disfrutase de ese momento, así que
había abierto la cerveza y se sentó a mirar como la noche se
apoderaba de la costa de Almería, y allí, perdida en una casa
blanca entre el mar y el desierto, se vio a ella misma, a kilómetros
de allí, hace un par de días, escuchando una vez más un perdón
entre lágrimas sospechosas, y al policía, decirle que: ‘noto
que estás un poco más nerviosa de lo normal, pero esta
vez parece en serio, de verdad, si no, yo te lo diría, es mi
trabajo, tú eres mi responsabilidad, si algo te pasara, nunca me lo
perdonaría, por eso, hazme caso,
te lo digo con seguridad, que
ahora sí me parece sincero, no seas egoísta, hazlo por el bebé,
¿qué dices que te dijo tu familia? Que no pensases solo en ti,
después de todo, tú elegiste, sabías bien con quien tenías hijos. Es que sois jóvenes y
se ve que os queréis. Mírale,
hoy se nota que está destruido, nunca
le había visto llorar así, no quiere ni hablar.
Te doy un consejo, como si fueses mi hija. Vete a casa, deja que te
prepare un baño y tú te relajas. ¿No decías que el médico te
había dado unas pastillas muy fuertes?, ¿ves?
El médico también ha notado que estás más alterada.
Tómate una y duerme. Mañana, haz las maletas y vete unos días con
el niño. Podrás pensar en el futuro mucho
más tranquila y recuperarte.
Almería era donde tenías aquella casucha, ¿me
habías dicho? Pues vete allí, que es casi el fin del mundo. Verás
como valoras lo que tienes. Hazme caso, mujer, iros a casa’.
Pero
no era diferente. Era como siempre, solo que ella tenía un bebé
entre los brazos, al que no había podido amamantar, ya que a causa
del miedo, nunca le subió la leche, además, de haberla tenido, le
hubiese sabido a hiel al pequeño, debido a su angustia y su pánico.
Y eso de no poder dar de mamar a su hijo por culpa de él, a ella, le
había llegado al alma.
Se
subió al coche y antes de terminar el trayecto, las lágrimas habían
dado paso a los insultos. Y de un tirón la sacó del coche. Ella
entró en casa y se quedó de pie en mitad del comedor mientras él
se preparaba un par de rayas y mascullaba sobre la vergüenza que le
había hecho pasar en comisaría. Le miraba mientras intoxicaba su
cuerpo una vez más. Ya no quedaba nada bueno de él. Estaba segura.
Las migajas de su bondad, se las pasó a su hijo cuando lo engendró.
Lo único que llenaba a ese hombre, era la crueldad y el vacío.
Después de darse unos golpecitos en las aletas de la nariz, cogió
de nuevo las llaves del coche y antes de irse le dio un beso en la
cara y le dijo: a portarse bien que por hoy ya has hecho bastante la
loca.
Cuando
la puerta se cerró, volvió en sí. Dejó a su hijo en la cuna, y
mientras le arrullaba, se imaginó a si misma chafando aquellas
pastillas que tenía en el bolso, las que el médico le había dicho:
‘solo media en casos de crisis. Si no te
calmas, ven a urgencias. Es muy importante que no aumentes la dosis’
Y mezclandolas con la coca que había dejado su marido encima de la
mesa del comedor. Imaginó que las mezclaba muy bien, tanto que
incluso llegaba a sonreír por el trabajo bien hecho. Después, se
imaginó lavándose las manos y preparando una maleta para irse a
Almería, donde se vio brindando con ella misma por una victoria merecida, con una cerveza bien fría.
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