viernes, 7 de agosto de 2015

LEALTAD

          Si existe una palabra que definiese a la familia Caminada, es lealtad. Arturo trabajó durante más de cuarenta años para el señor y la señora. Trabajar, ver casi a diario, amar a esa familia, que era parte de su familia ahora.

     Era un hombre alto, moreno y callado. Silencioso y discreto. Por esas dos razones le habían contratado.
      -Sé que exijo más que ninguno, pero por eso pago más que nadie.
     Fueron las primeras palabras de su jefe. Jamás le dijo que su trabajo sería continuo ni que duraría hasta el fin de sus días, quizás le gustaba jugar con la incomodidad del hombre al no saber hasta cuando iba a tener trabajo, o simplemente él mismo prefería no hacer planes para siempre, sin embargo, convivieron durante cuarenta y dos años. Ahora Arturo lo dice pronto, cuarenta, pero se le pasaron casi volando.
     -Su nombre me gusta, es contundente, céltico, 'el guardián de la Osa', 'Oso fuerte, oso noble' me gustan todos sus significados. Usted también me gusta, tiene buena apariencia. Espero que nos entendamos.
     Le miraba fijamente a esos ojos pequeñitos y negros. Iba vestido de gris oscuro, con un sombrero entre las manos. Aunque llevaba su mejor ropa, no cree que se refiriese a ella cuando hablaba de que le gustaba su apariencia. La camisa estaba pulcramente planchada por su esposa, amarilleaba un poco en las axilas, pero con la chaqueta apenas se le notaba. Olía a jabón de afeitar. Estaba muy limpio, más que cuando iba a misa. Su hermosa mujer había insistido en ponerle un poco de su perfume.
     -Cuénteme de usted, de mi sabe de sobra...
    Estaba nervioso, movió un poco el sombrero entre sus manos, le imponía ese hombre, medio loco, medio cuerdo, medio pintor, medio viejo, medio joven, imponente, grande y millonario.
  -Nací en Figueres, soy hijo de unos emigrantes castellanos, hablo perfectamente el catalán y podré entenderme también con la Señora en francés, si ella gusta, no hablo ruso, lo siento. Tengo dos hijos, un bebé de un año y una chica de cinco. Mi mujer es hilandera, pero hace un tiempo que está un poco enferma y....
     -Tranquilo, ya tienes trabajo. ¿Coméis bien?
    De nuevo se sintió observado por los ojitos delirantes del pintor. Es cierto que estaba excesivamente delgado de un tiempo a esta parte, la posguerra fue devastadora para los Caminada, y ahora tampoco estaban mucho mejor. A veces, no podía dormir de la congoja, se apenaba de haberse casado con su mujer, pues la había hecho una desgraciada, y miraba con pena a sus hijos, que serían pobres por el resto de sus míseras vidas. Aunque sintió temblar las rodillas al escuchar que ya tenía trabajo, no sabía como contestar sin pena a la pregunta sobre la comida.
     -Sí, señor, los niños comen, nosotros vamos tirando.
     El Señor decía que no quería que viesen a la familia de su chófer (al principio le llamaba así, después utilizaba otras palabras como; amigo, compañero) por ahí desnutrida y mal vestida, así que se ocupó de eso inmediatamente, cambió el traje de paño de Arturo por uno precioso hecho a medida, la Señora le trajo camisas nuevas finísimas de París y unos encajes hermosos de Bruselas para su esposa. Insistieron en ir a su casa. Arturo se moría de la vergüenza de enseñarle a esa gente tan fina y tan arisca su cabaña casi destruida. Solo tenía dos sillas, insistió en que se sentaran los Señores, pero don Salvador no permitió que su esposa se levantase;
     -Desde aquí me admiráis mejor, dijo sin inmutarse. Así que ellas estuvieron sentadas mientras la pequeña Marina miraba embelesada a los dos nuevos visitantes.
     Arturo la llamó, ella corrió a su regazo pero siguió mirando al Señor que tampoco le quitaba el ojo de encima.
     -¿Qué miras, pequeña?
     -Es usted raro. La señora es una ninfa.
Arturo se quería morir, casi le da un pellizco a la niña, pero decidió esperar a que se fueran las visitas para castigarla.
    -Eres una niña muy observadora, insolente y descarada. Me gustas, nunca pierdas esas facultades. Y es cierto, la ninfa de los bosques es mi Gala con el pelo ensortijado por la playa. Tu también pareces una ninfa.
     -Gracias, señor. 
    Salvador y Marina tendrían una relación preciosa, difícil de explicar, pero fácil de comprender si sabes que fue el padrino de todos sus hijos, y que ella pudo casarse gracias a él, que la presentó a toda la sociedad gironina y la pretendieron los hombres más influyentes del momento, y que el vestido que ella lucía, de tules y sedas, con bordados preciosos fue diseñado por don Salvador, pero eso fue después de que fuesen cómplices de todas sus aventuras.
     En realidad decir que los Señores velaban por la familia Caminada era poco si lo comparábamos con todo lo que hizo Arturo por ellos, la fidelidad fue infinita hasta el fin de los Dalí.

     Se interesaba por las cámaras fotográficas. En silencio observaba a los profesionales tomar fotografías, se acercaba poco a poco, como los gatos, sin ser visto. Por su veinticinco cumpleaños, el Señor le regaló una novísima polaroid instantánea. Se quedó mudo de la sorpresa, esa cámara había salido hacía sólo tres años a la venta, y ahora tenía una en sus manos. No sabía que decir. El regalo le llegó con la indiferencia de siempre. El Señor ni siquiera estaba presente cuando la sacó de la caja. Era un armatoste marrón con un acordeón rígido, al final estaba la lente. Sabía exactamente lo que era, la había visto en infinidad de revistas y esa, era suya, exactamente igual pero diferente, porque era de él. Aunque don Salvador se había ido hacia el taller, él por el rabillo del ojos vio su silueta medio escondida tras el armario, era raro que el genio se perdiese la cara de sorpresa de Arturo, le encantaban ese tipo de cosas, pero para seguir manteniendo su estatus de hombre estirado, no aceptaba agradecimientos. El chófer y su cámara se hicieron inseparables. De hecho, hoy el valor más preciado que guarda la familia son las instantáneas del pintor y la Señora en la barcaza Gala, la única pintada en amarillo de todo Cadaquès, y una, sobre todas las cosas, su Marina, con 10 años, posando con el Señor, guapa, pura, radiante, y él tan loco como siempre. La confianza alcanzó los límites cuando don Salvador se enteró de la cantidad de dinero que Arturo Caminada había rechazado de la prensa para contar los entresijos del pintor, sus locuras inconfesables. Sonrió para sus adentros y le contestó al periodista:
     -Sabe que no tiene nada que contar sobre mí, soy trasparente y me encanta contarlo todo.
     Arturo fue el primero que visitó el ruinoso castillo que el pintor le regaló a su caprichosa musa, partícipe de las obras e incluso asistieron a la fiesta de inauguración como si fuesen dos invitados ilustres más. María vistió un modelo de Chanel precioso que la Señora le prestó en color azul noche, con un broche diseñado por el señor, unos labios de rubíes con unas perlas por dientes. El miedo de María era perder esas joyas, pero la poca importancia que los Señores le daban al dinero que compartían la tranquilizó. Pasearon por los jardines bebiendo Moët Chandon Imperial, que no sabía si les gustaba mucho, pero la copa quedaba preciosa en la noche, Arturo miró a su esposa, sentada al lado del estanque, acababa de cumplir cincuenta años y estaba tan bonita como el día que la conoció, puede incluso que más, el vestido, el peinado, las joyas, nada hacía sombra a esos ojos y esa nariz respingona, su chica que siempre le cuidaba, su amante fiel, juntos habían pasado tantas penurias los primeros años, que se merecían las alegrías que estaban recibiendo ahora, nunca exigía nada, y siempre agradecida, que suerte había tenido ese flacucho de la calle Monturiol, pero no porque fuese hijo de un adinerado notario, si no porque su madre era cocinera de una de las casas y allí se puso de parto. Comieron canapés y dulces, se dejaron servir por los criados de los que ellos formaban parte, y rieron por las ocurrencias del travieso pintor que les había presentado como unos marqueses de Formentera. La fiesta fue mágica, volvieron a casa en el nuevo Rolls Royce Phantom de la Señora, María y Arturo se sintieron como Cenicienta, ya que al llegar a su pequeño pisito, desapareció el encanto, aunque no del todo, porque el diseñador le regaló el broche y le dijo que lo guardase ella, pues era una copia de uno que iba a exponer en Nueva York, y María lo guardó con su vida, y ahora es una más de las joyas de la familia Caminada.
     Arturo quiso a esa gente, les amó tanto como ellos a su familia. El paso del tiempo era delicioso, paseos por la orilla de Port Lligat, risas de sus hijos tirandole del bigote a don Salvador, su María, bordando un pañuelo para la Señora, y Gala, limpiando con disolvente los útiles de pintura. Esas barracas eran como su casa, paseaba tranquilo por la playa, su María a veces hacía las tareas del hogar, comían en la cocina con ella. Mientras cocinaba entraba el Señor, picaba fuet y olía todas las ollas.
    -Quines manetes t'ha donat Dèu Marieta.
     
     El verano comenzó en Portlligat antes de tiempo, el calor era insoportable a principios de junio, la Señora había pasado muy mal día, ya estaba tan débil que don Salvador no la dejaba sola en el castillo de Púbol. Ese día no salió de la cama, estaba muy desmejorada, y el loco de su jefe trasladó allí todo el estudio, los óleos manchaban las sábanas y los pinceles y paletas estaban esparcidos por el suelo, él intentaba hacer ver que todo iba bien negándose a ver que su amada se le escapaba entre los dedos como arena de playa. Un grito desgarrador rompió la madrugada. El Señor, velaba el cadáver de su esposa, además se lamentaba del festivo del día siguiente, la funeraria no podría trasladar el cuerpo y ella no podría enterrarse en la tumba que su amado preparó para ellos, una tumba doble con un canal de unión donde podrían darse la mano en la eternidad y amarse para siempre.
     -Lo haremos nosotros mismos, señor.
     El loco genio dejó de llorar. Miró a ese hombre que ya no era su chófer, sino su amigo, las lágrimas le nublaban. No podía hablar.
     -Meteremos a la señora en su Rolls Royce, la trasladaremos a Púbol ahora en la noche, diremos que murió allí. Nadie sabrá jamás nada.
     La mañana del 9 de agosto, un pintor más envejecido que de costumbre, cogido del brazo de la bellísima Amanda Lear declaró ante los medios que su esposa se fue, bella como vivió, esa misma mañana en su castillo de Púbol, intercambió una mirada con su amigo Arturo, se volvió a meter en el coche y le pidió por favor que le sacase de allí.

lunes, 22 de junio de 2015

CARTA

Toledo, 25 de junio de 2015.


           Mi queridísimo gatito endiablado;

          Hace un año que te fuiste de mi lado, doce meses que han pasado como paquidermos cuando pienso que no te abrazo desde hace 365 días. Desapareciste justo al contrario de como viviste, tranquilo, en calma, en mis brazos. Mi endemoniado amigo, me hiciste vivir los siete años más intensos de mi vida, nervioso, haciendo trastadas, apareciendo justo en el momento necesario, para quererme, mimarme. Quien me iba a decir a mis cuarenta años que contigo aprendería tantas cosas.
     El día que entraste en mi vida, apenas me cabías en la palma de la mano. Mi chiquitín, tú no sabías en que casa te metías, y yo no conocía todavía que se pueden sobrepasar los límites del amor a los animales. Decidí llamarte Azrael, en una vida llena de demonios, sólo cabía hueco para otro más. Era una palabra bonita y sus letras sonaban suaves. Pegaba con tu carita de pillo.
     Lo que yo llamaba casa era un agujero oscuro, donde el mal reinaba y se acostaba cada noche en mi cama. Ahora no me da vergüenza ni pudor admitirlo, pero he sido una mujer maltratada. Durante muchos años, primero verbalmente, después con golpes. Hasta que abrí los ojos, y ¡cuánto me costó!, las primeras veces no sabía como reaccionar, después me hice una experta, me levantaba, me sacudía, me limpiaba la sangre, me quitaba la ropa rasgada e intentaba evitar los moratones con los chuletones de Ávila. Al principio de mis tiempos me sentaba en el sofá, a llorar y pensar en todo lo que había echo mal para que no se volviese a repetir mientras sujetaba la carne en mi ojo a punto de explotar. Pero entonces llegaste tú, ya era la época en la que no lloraba nada, pues se me secaron las lágrimas con el paso de los años, y yo me sentaba a perder el tiempo, mientras tú, diminuta bola de pelo, venías a mi lado ha hacerte un pequeño ovillo negro sobre mi regazo. La primera vez dí un respingo, después de la tremenda paliza de un marido maligno no esperaba esa gotita de calor que desprendía tu débil cuerpo. Poco a poco fuimos mejorando la técnica, tu me esperabas escondido a que pasara la tormenta. Si tardaba mucho en incorporarme, me lamías la mano con cariño y ya volvíamos a la rutina los dos juntos.
     El día que cambió todo, empezó nuestra particular batalla como cualquier otro día. Yo me había entretenido en el mercado y aunque corría para tener la comida lista a tiempo, sabía que el Demonio llegaría antes de terminar. Estabas lavándote tu preciosa carita cuando apuntaste las orejas hacia la puerta y saliste corriendo a esconderte. Yo seguí con mi tarea, como si no fuese conmigo, pero por dentro temblaba, y de repente, como siempre, me habían entrado unas ganas tremendas de hacer pipí. Quise llorar, pero recordé que desde hacía años ya no me salían las lágrimas. 
     Escuché la puerta que se cerró de un portazo. Escuché los pasos hasta el comedor, después nada. Se acercó silencioso a la cocina.
     -No puedes salir ni saludarme. Parece que no tengas ganas de verme.
     Pues caro que no tenía ningunas ganas de verle, las pocas horas que pasaba en casa eran horribles, aunque tampoco eran muy buenas las que estaba sola, pero no tenía tanto miedo. La voz me temblaba como siempre. Le hablé sin mirarle, desde hacía mucho tiempo ese demonio me daba asco y procuraba no verle la cara directamente nunca.
     -No te he escuchado, ¿cómo te ha ido el día?
    -Como si a ti te importase, siempre estás haciendo el tonto, liada con tus cosas de maruja, que ni eso sabes hacer, aún ni tienes la comida hecha. ¿Realmente yo merezco esto?
     -Lo siento, me entretuve en el mercado.
   -Cuando te pones a sonreírle al carnicero se te olvida hasta de como te llamas. Te gusta el cerdo ese, ¿verdad? Te habrás tirado una hora arreglándote para que te vea guapa. ¿Has visto la edad que tienes? Le llevas por lo menos veinte años, ya no te mira nadie, estás hecha polvo, solo das lástima. ¿Me oyes o que?
     -Si...
     -Pues mírame cuando te hablo, inútil.
    Yo seguí moviendo los spaguetti en la olla hirviendo. No podía mirarle, la última vez que le vi los ojos tuve pesadillas tres noches seguidas. Había tenido un mal día en el trabajo y no iba a dejar la batalla tan pronto. Se me acercó.
     -Sírveme la comida ya
     -Le quedan aún cinco minutos.
     Hubo un golpe, el último, pero yo aún no lo sabía. Y sólo me rozó, porque por primera vez (aún no me explico cómo) me aparté y él se hizo daño en el puño.
     -Serás hija de puta.
     Me tiró del pelo y me caí al suelo en una milésima de segundo, lo demás pasó igual de rápido, de repente noté arder el cerebro, el demonio estaba desquiciado, me tiró toda la olla encima, me quemó la cabeza y el brazo con el que me protegí la cara. Cuando levantó la olla vacía para pegarme con ella, tú, mi pequeño salvador apareciste bufado, con el pelo herizado y te le tiraste a la cara a ese ser, arañando, mordiendo, como si no te importase morir en el intento de vengarme. Antes de que te viese salir despedido por una brutal patada, pude ver los ojos del Demonio ensangrentado, su cara roja y después solo el ruido de la puerta. Estabas intentando levantarte, yo me despreocupé de mi piel, que me quemaba, y fui a cogerte en mi regazo. Ahora iba a protegerte, mi pequeño Azrael.

     Tenías dos costillas rotas, y yo el brazo quemado. Nos curó a los dos el veterinario. No hizo preguntas, estuvo serio. Lo único que me dijo fue:
     -Es una pena que maltraten a los animales, son tan inocentes, no se lo merecen.
     Me hizo pensar. Yo elegía vivir con el Demonio. Yo era la que decidía despertarme cada mañana a su lado pero ¿y Azrael? Tú, mi amigo, no decidías someterte a él. Solo querías ser feliz a mi lado, y yo te estaba obligando a soportar a ese hombre. Decidí no obligarte más, decidí irme, alguien tan valiente como tú, se merecía una vida mejor, y yo, al fin, te la iba a dar. Ni siquiera volvimos a casa. Mis pies me llevaron al cajero más cercano, donde saqué todo el dinero del banco y me planté en casa de mi cuñada contigo, aún adormilado, en mis brazos.
     -Ya no quiero que le pegue más a mi gato.
     Hacía meses que no nos veíamos, y ella lloró de alegría al escucharme decir eso. Yo lo hacía por ti, mi gato, o eso creí en ese momento, pues necesitaba una excusa y tú, mi pequeño héroe me salvaste de mi pesadilla. Los primeros meses también fueron malos, pues el miedo se apoderaba de mi cuando salía a la calle, pero después de denunciar y acusar en un juicio duro pero necesario, nuestra vida comenzó a cambiar, dormí mejor por las noches, y conseguí vivir contigo en nuestro pequeño pisito de al lado del Alcázar más bonito del mundo. Me tumbo ahora en el suelo, al sol que entra a través de la cortina clara, para aprovechar la vida. Y salgo a correr, para que me de el aire en la cara y pueda demostrarle al mundo las inmensas ganas de ser feliz que tengo, como cuando tu ibas por toda la casa a velocidad del rayo, sin rumbo ni razón. De cuando en cuando volvía a pasear por Madrid, pero allí ya casi no me quedaba nada, ahora Toledo era nuestra ciudad, nuestra nueva casa. Y cuando por fin era feliz, te me fuiste para siempre, y entonces pensé que en lugar de un endemoniado gato con nombre de hijo de SAtán, quizás lo que realmente fuiste en mi vida fue un ángel que vino a rescatarme de mi misma, que me hizo abrir los ojos a la verdad, quitarme de encima la culpa y la pena, y que me enseñó a vivir libre de preocupaciones.
     De aquellos años me queda el brazo marcado con una quemadura horrible que me hace recordarlo todo para nunca volver a caer, y un cariño extremo hacia ti, mi amado amigo. Siento una gratitud inmensa, nunca voy a encontrar las palabras para agradecerte todo el amor que me has dado y todo el tiempo que has estado junto a mi. QDP

GORDA


          La camiseta voló por encima de sus cabezas. La había arrancado ella, los botones de su camisa saltaron, ¿fue él? Tropezó con sus propias Victoria negras, y se clavó un zapato. Pero nada podía detener ese huracán que eran sus manos abrazándose. Parándose a pensar en la realidad, fue ella quien comenzó el beso. Se quedó quieta un momento después de su arrebato de pasión en el que sus lenguas se juntaban. Sí, él le seguía el beso con el mismo deseo, pero fue en el único momento que ella llevó el control, en el principio, justo después de que se sintiese iniciadora y dueña de ese beso, notó la nevera en su espalda, los labios de él resbalaron por su barbilla, por su cuello, y su mano le levantó el sujetador de ella. Por unos minutos todo se quedó en silencio, solo el sonido de sus respiraciones. Otra prenda al suelo, y ahora la falda, y tropiezos con las bambas... Primero fue en el sofá, abrazándose, besándose, hasta que cayeron al suelo. Después la cama, que dejaron sin ropa de tanto girar sobre si mismos. Ella estaba seria, apasionada, pero seria. Él la hizo reír un par de veces, pero al fin, por una vez, había conseguido que la chica más habladora, se callase, y él lo aprovechó: ahora ponte así, ahora aquí, ya verás que es mejor, abrázame....y ella se dejó llevar por una vez.



     Solamente recordó el pasado cuando ya estaba sola en la cama, después de una ducha tibia y de arreglar las sábanas y almohadas. Tumbada, relajada y sonriente. Pero caprichoso nuestro cerebro que en vez de deleitarse con la voz jadeante de él hacía una hora: qué buena estás...recordó los cuchicheos de los pasillos del instituto, ese edificio rectangular, feo y de ladrillo, donde su culo gordo, sus muslos como troncos de árbol, habían paseado su robusto cuerpo de clase en clase, desfilando por un laberíntico complejo de corredores estrechos en los que se sentía gigante y desproporcionada. Hundía la cabeza en el cuello, para parecer más pequeña, de nada servía. Era una foca, de movimientos que intentaban ser ágiles, pero en realidad lo único que conseguían era hacerla parecer más ridícula. Se movía como en una balsa de agua, pesada, mojada. Una foquita con una capa de grasa de muchos centímetros rodeándole el cuerpo, simpática pero que arrastra sus aletas pesadas y siempre hace reír.

     Él le sonreía a menudo y le deseaba los buenos días, su voz era bonita. Gracias, le había dicho con una gran sonrisa enseñando los dientes, quizás algún día coquetee con la música, ¿qué te parece? Coquetear. Ese era su verbo, lo hacía a diario; con la panadera, con la profesora, las compañeras de clase, hasta con Ella, la chica gorda de ojos bonitos. Charlaban sobre música, teatro, libros y cosas banales. A veces le tocaba la nariz. Es pequeña, le decía. Ella era más reacia al contacto físico y siempre se sonrojaba y agachaba la mirada. En realidad nunca se había creído sus coqueteos, a veces hasta se sentía ofendida, pero como no sonreír cuando es la única persona que te dedica palabras agradables...

     Contrario a lo que piensa la gente de los gordos, ella se miraba al espejo a diario desnuda. Se observaba despacio. Conocía cada pliegue de su grasa corporal. Miraba primero esos tobillos gordos, sus rodillas casi tapadas por la grasa de sus piernas. Los muslos de tronco de árbol. Le encantaba esa comparación, ¿podría haber algo más asqueroso en el mundo que comparar unos muslos de chica de dieciséis años con un tronco de árbol? Se deleitaba buscando similitudes, los bultos de grasa y celulitis se asemejaban a los nudosos nervios de los troncos, su piel, nada tersa, llena de hoyos e irregular, era como la corteza dura de un árbol del patio de su anterior colegio. Afortunadamente no podía asquearse mucho rato por sus muslos, que se juntaban rozándose en el interior, hasta causar pequeñas heridas debido a la fricción y al sudor, afortunadamente sus ojos subían por el espejo y se fijaban en su barriga, que le colgaba como una mochila, cayendo, desde debajo de su pecho, hasta justo la línea del biquini. Nunca se veía los pies, de deditos cortos. A veces se pintaba las uñas de un color bonito, en verano, para disimular con las sandalias, a veces...Su vientre abultado, sus flancos gordos, rebosantes de grasa y al fin sus pechos, grandes y llenos, y por tanto caídos, desde que tenía catorce años. Tenía unos pezones rosados que nunca miraba porque eran bonitos, prefería ver que su papada le tapaba el cuello y que ni siquiera se le marcaban las clavículas. Su cara ni la miraba. Sabía que era bonita. Lo había escuchado a veces. Las personas decían: que pena que sea tan gorda. Nadie escatima comentarios. Recordaba mil, y las personas que los hacían: su tío, diciéndoles a sus padres que si no controlaban el sobrepeso de su hija iban a tener problemas 'gordos', después de ese chiste rió él solo. Su madre, que intentaba hablar con cariño, pero le recordaba que era una gorda, y que la vida le sería más fácil si adelgazaba 'un poquito', alguna amiga, diciéndole siempre: hazlo por ti, por verte bien. Todos esos comentarios jamás caían en saco roto. Los escuchaba todos, aunque hacía como que tan solo los oía, seguía comiendo cualquier hipercalórica comida y mantenía la mirada en el frente. Eres una gorda sebosa, decía un mensaje en su móvil desde número desconocido. Tiemblan los escalones cuando los sube, ¿lo notas?; una voz a sus espaldas. Y siempre el miedo de que alguien por la calle le grite: gorda, como le habían hecho otras veces, tantas veces. Nunca comía por la calle, ni una manzana si quiera. Su amiga siempre lo hacía, chocolatinas, caramelos, sandwiches, masticaba y tragaba. Batidos, palomitas, hamburguesas. Ella nunca. Si va una gorda comiendo por la calle es distinto, queda feo. A ella también le parecía feo. La coca-cola siempre era light. Me gusta más así, mentía. Raspaba pobres calorías de todo lo que ingería. Luego llegó la época de ir a tomar algo, mezclarse con el sexo masculino, que tanto miedo le daba. Las chicas se ponían guapas, se maquillaban un poco las pestañas para intentar lucir unos ojos tan bonitos como los de ella, se ponían pantalones preciosos de color pitufo, camisetas ajustadas y abrigos monísimos que compraban en la tienda de moda de la ciudad. Ella jamás se pudo comprar ni una camiseta allí, mucho menos meter esos muslos de tronco de árbol en aquellos preciosos pantalones que allí vendían. Sus amigas salían con bolsas llenas de ropa preciosa. Ella también compraba; un bolso, un foulard, unos pendientes. Es increíble como se forran este tipo de tiendas gracias a las amigas gordas de las chicas que allí compran. Recuerda sonriendo a una de ellas, que se paseaba por el probador con unos pantalones elásticos azul pitufo, que se le pegaban a la piel y le hacían una figura casi divina: ¿me hace mucho culo? Zorra, con Z y las dos R sonando bien fuerte. Pero ella le sonreía agitando la cabeza, claro que no. Al final no se los compraba porque le quedaban estrechos en esa cintura de la talla 36. Y volvían a casa en metro, su amiga con dos camisetas monísimas y ella con un bolso bandolera que le disimularía en un 2% sus grandes caderas. Una vez, olvidó la de veces que había llorado metida en un probador de esa misma tienda y cogió unos pantalones azul marino. Le abrocharon y casi no le apretaban los muslos de tronco de árbol. No le quedaban bien, no podía casi respirar, pero se los llevó. Y se los puso en mil ocasiones. Cedieron un poco, solo un poco. Pero estuvo con ellos hasta que se le desgastaron por el roce del interior de los muslos. El día que hubo de tirarlos lloró de nuevo, en silencio, mientras se duchaba, como siempre que lloraba por ser gorda, pues ella, de cara al resto era una gorda feliz.

     Tuvo un novio raro y feo. Pero ese chico le gustaba. Iban al cine, de paseo, comían helado en la rambla. Nunca bajó la guardia, sabía que sus amigos le dirían que estuviese con la gorda hasta que encontrase otra mejor. Eso hizo, sin duda, un par de meses después. Ella no era tan guapa, ni tenía los ojos tan bonitos, pero seguramente su culo cabía en unos pantalones vaqueros de la talla cuarenta. Como siempre, debía demostrar que era una gorda feliz, así que les sonrió, entornando un poco la mirada, coqueta. Me alegro que estés bien, (maldito hijo de perra), en serio. Y le temblaban las rodillas cuando se iba, esta vez no por intentar hacer un ejercicio de gimnasia aparentemente fácil y que le costaba la vida, si no por la impresión. Luego le faltaba el aire, y quería sentarse en un banco, pero veía que lloraría en cualquier momento, así que iba camino a casa, a encerrarse en su castillo, pero primero paraba en el súper y compraba patatas fritas, y pan para un bocadillo enorme con salsa barbacoa, y coca-cola, light por supuesto, que era así como le gustaba. Y se encerraba, y comía, y lloraba, y escuchaba canciones absurdas de amor donde Sergio Dalma confirmaba: bailar pegados es bailar. Sus amigas, que eran delgadas y estúpidas, eran buenas y la compadecían, la llamaban por teléfono e intentaban animarla: estoy bien, estoy bien. Claro, ella era una gorda feliz. Y tenía los ojos bonitos.

     Hasta que un día descubrió el mundo. Ni siquiera recuerda cual fue su punto de inflexión. Pero decidió no ser gorda nunca más. Y salió a correr, y corrió casi cada día. Y nunca comía. Y los nervios a veces le jugaban malas pasadas, pero después de llorar y comer encerrada en su palacio imaginario, abría un poco la puerta, se aseguraba que no había nadie e iba hasta el baño. Muchas veces dudó parada en el pasillo, pero el tamaño de su cuerpo de ballena reflejado en el espejo la empujaba de nuevo hacia el baño. Allí se volvía a encerrar. Se lavaba las manos, se arrodillaba junto al váter. Miraba mucho rato el agua parada, sobre el inodoro blanco, se armaba de valor y entonces lo hacía. Primero se metía los dedos hasta la garganta, pero después fue perfeccionando la técnica, usaba el mango de su cepillo de dientes, para no dañarse los nudillos. Lo movía un poco y vomitaba. Las primeras veces le costó muchísimo. Le dolía. Se hacía daño en la traquea, a veces incluso sangre. Los trozos de comida tardaban mucho en salir, a veces se rendía pronto. Con el tiempo, logró sacar todo lo ingerido, hasta quedar solo un líquido viscoso y pegajoso. Cada vez lo hacía más rápido y estaba preparada para los 'daños colaterales', el lagrimeo de los ojos, la mucosidad repentina, sabía exactamente donde iba a mancharse, y como quitarse ese olor que le impregnaba manos y boca. No se lavaba los dientes de inmediato, pues ya había investigado que era más fácil cargarse el esmalte. A veces comía un par de cucharadas de yogur antes, para que saliese mejor. Sabía que debía comer, y cuales eran sus comidas preferidas para vomitar, y qué era lo que debía evitar, como la leche, que se le cuajaba en el estómago y era horrible al devolverla.  El asco de ver lo que fue su comida entre los dedos le daba fuerza para seguir vomitando el resto.

     Treinta y tres años. No llegaba a los cincuenta y cinco kilos. El espejo le devolvía la imagen de una chica delgada, con brazos finos y unas piernas delgaditas. Se pasaba horas delante del espejo, comía una manzana, se tocaba el vientre, no había terminado la fruta y ya estaba llena. Le daba asco, mucho asco. La chica delgada del espejo no era tan guapa. Pero se veía los pies feotes, ya que su plana barriguita le permitía esa casi perfecta imperfección. Tenía fuerza de flaqueza para seguir corriendo a diario. Siempre haciendo cosas, siempre gastando calorías. Ahora se mordía las uñas, y las pieles de alrededor. Nunca estaba sentada más de diez minutos y su carácter era agrio y distante, pero ahora no se molestaba en taparlo con una sonrisa. Las chicas gordas han de ser felices, una gorda tiene que serlo y punto. A las delgadas se les permiten otras licencias, pueden estar malhumoradas y ser secas, se ven preciosas igual. Desapareció un día la mirada coqueta, ya no sabía ponerla, simplemente fue a vomitar una sopa y ya no pudo ponerla nunca jamás. Había cambiado su vida, muchísimo. Ella siempre pensó que quería ser delgada para llevar ropa preciosa y ajustada, para gustarle a todos los chicos guapísimos que veía y caerle bien a todas las chicas que conocía, y al final del día, darse un beso en el espejo, por delgada, por guapa, por feliz. Que gran mentira; llevaba siempre puesta ropa anchísima, de colores oscuros, para que nunca se notase la delgadez enfermiza, odiaba a todos los hombres que se le acercaban, ni los miraba, los veía a todos monstruosos y deformados, babosos, estúpidos, y las chicas le caían horriblemente mal, veía sus miradas penetrantes clavadas en sus propios ojos que antaño fueron bonitos y ahora eran tristes, envidia, lástima, qué se yo,...y cuando volvía a casa no miraba ningún espejo, pues estaban todos tapados para no ver a la delgada, fea e infeliz chica que se reflejaba en ellos. Volvió a mirar su teléfono móvil, justo después de levantarse de la cama de nuevo, después de pensar solo en el pasado y no en Él, le había llegado un mensaje: '¿Quieres ser feliz de una puta vez?' lloraron sus ojos sin darse cuenta, las lágrimas cayeron sobre la cama, dejando dos manchas de agua. Él le había sonreído; siempre has sido maravillosa, ¿que te pasa ahora? Eras una chica radiante, sonriente, preciosa, te amaba. Ya no sonríes, estás mustia. Ella simplemente no habló, siguió abrazada a él, hasta que se cansó y le dijo que se fuese, estaba cansada. Quiero ser feliz, se dijo, y por una vez, la flaqueza no la venció para lo que había deseado desde hacía meses, se levantó, y cada paso que daba se lo dedicaba a todos ellos, su nuevo novio, que adoraba sus huesos de la cadera, marcados, extremos, su amiga con pantalones pitufo, la cantidad de gente que la llamó gorda, ella misma, una chica gorda o delgada, pero débil, infeliz, fea, inútil. Se quitó el pijama, llenó la bañera de agua tibia, le puso sales de lavanda que le había regalado su mamá para que se cuidase, ahora que era una chica guapa (guapa no, delgada) no lloraba, era valiente, ¿valiente? Se metió en el agua de color morada, horrible, detestaba esa tonalidad. Miró al techo, su recuerdo fue para Él, que le declaró amor a la chica que fue antaño, no a ella. Siempre estaba equivocada, era quien no debía, y tan solo quería 'ser feliz de una puta vez', así que se abrió las venas en canal y tiñó de rojo aquel agua lila.

miércoles, 27 de mayo de 2015

PELUSA

          Desde que era pequeñito viví en ese agujero. No estaba mal del todo. A veces me mojaba porque había agua en el ambiente, algo raro que caía desde arriba y luego dejaba charquitos donde podía beber un agua fresquita pero arenosa. Tenía unos tres meses de existencia, que recordase, y siempre había estado solo. A veces veía a una familia de gatitos que dormían cerca de mi agujero. Eran de muchos colores, con los ojos muy grandes, al principio desconfiaban mucho de mí, se ve que éramos distintos, pero poco a poco se fueron acercando. El gatito sin ojo me dijo que le daba pena que yo no tuviese mamita, a mi no me daba pena, pues yo no sabía lo que era una mamita. El gatito de patas blancas decía que una mamita caza para ti, te trae comida y se eriza cuando vienen los niños malos, y así no te dejan tuerto, como a su hermanito. Hacía algunos días que no venían los niños malos. A mi me habían tirado piedras. Al principio me puse muy contento porque pensé que querían jugar conmigo, pero cuando una de ellas me dio, me dolió muchísimo, y decidí no acercarme a esos 'Salvajes', así era como les llamaba la mamita de los gatitos.

     Supe que ella se llamaba Ada el primer día que la vi. Tenía 6 años humanos y estaba agachada mirando debajo del coche donde estaba yo. No me moví, le tenía un miedo atroz, cerré los ojos mientras ella me buscaba. Mi corazón latía tan fuerte que creí que lo oiría, pensé que sería como los Salvajes y que me tiraría piedras de nuevo. Tardaba mucho en irse, o en tirarme piedras, así que abrí un poco los ojos. Allí estaba ella, mirándome, comiendo una cosa roja con un palo. Con las rodillas en el suelo.
     -¡Ada!, ven aquí, ¿que haces ahí agachada? ¿No ves que te vas a pelar las rodillas y que está todo muy sucio?
      -Hay un perro blanco, mamita.
     ¡Mamita! ella también tenía mamita. No me entraba en la cabeza, pero si el gatito tuerto me había dicho que los Salvajes no tenían mamita. Ella seguía mirándome, pero vi otros pies acercándose, alguien la ayudó a levantarse y se fueron. Al verla alejarse salí un poco de mi escondite. Su mamita la llevaba de la mano, pero Ada iba girada mirándome a mi. No me tiró piedras, pero si se llevó la mano a la boca y apretó los labios. Aún no lo sabía yo, ¿que iba a saber? Pero Ada me acababa de tirar un beso, el primero.

     Pasaron muchos días, al menos tres. Yo seguía poniéndole ojitos al carnicero de la esquina. Él al principio siempre hacía como que no me veía, pero era un humano muy bueno, quizás también tenía mamita, como los gatos y como Ada, y salía a tocarme un poquito el lomo, y siempre con algo rico que llenaba un poco mi estómago, había días que incluso podía llevarle cosas a los gatos. Entonces apareció una humana cerca de mi agujero. Olía parecido a Ada, no me acordaba bien de ella. Me miró, se agachó un poco y me llamó con la mano. La miré, no me fiaba, así que con el lomo agachado me fui acercando a mi guarida. Ella me hablaba suave.
     -No te asustes, galguito. Ven anda. 
     Oí un grito. No era un grito feo, era como nervioso, de alegría. Y vi acercarse a Ada, vestida de azul, riendo siempre, con sus patitas cortas y sus rodillas llenas de heridas, pero ella se agachó igual.
     -Es él, mamita, es mi perrito.
    Les miré desde la distancia. Ada volvía a comer otra cosa de esas redondas con palo. Olía bien, como la panadería de esa calle, deliciosa. Ada sonreía, su mamita no dejaba de hablarme.
     -Vente con nosotras a casa, bonito. Ada no ha podido dormir en todo el fin de semana pensando en ti. Hemos hecho hueco para tenerte, anda ven, prometemos quererte mucho.
      No se por qué, quizás el olor rico, o las palabras suaves de la mamita de Ada, o la sonrisa fresca de la niña, pero me acerqué despacito. Ellas me acariciaron mucho, el lomo, la cabeza, que gusto. La mamita me llevó en brazos. Estuve asustado al principio, pero Ada iba a nuestro lado cantando. Eso me tranquilizó. Entramos en un sitio blanco y muy limpio. Había un chico guapo. Me pusieron en una mesa de hierro, el chico vestía de blanco, como el carnicero, pero no tuve miedo, porque el carnicero era bueno conmigo. Me miró por todas partes, me acarició, me habló bonito. Después me mojaron con un agua y con líquidos que olían muy bien. Al principio no me gustó, pero de repente empecé a sentirme bien. Me trataron como un rey. Después estaba Ada esperándonos.
     -Hola, como no sé tu nombre, a partir de ahora te voy a llamar Pelusa. Yo me llamo Ada y esta es nuestra mamita.

     ¿Mamita? ¿yo tenía una mamita? Aún no lo sabía, pero desde aquel momento, mi vida cambió para siempre.


     Desde entonces vivo con ellas, tengo un sofá para mi y para la niña solos, siempre se pone sobre mi, o yo sobre ella, solamente nos separamos cuando ella se va por las mañanas a aprender cosas. Luego la espero y estamos juntos toda la tarde. Mi vida es maravillosa. Como cuando tengo hambre, duermo calentito, huelo bien, y me dan mucho cariño, además, yo no me canso de darles amor, pienso que cuanto más les doy, mas tengo para repartirles, que bonito es que te quieran y querer. Mi preciosa Mamita trabaja ayudando a otros como yo, les lleva al veterinario, les baña, les busca familias agradables y hace que tengan la oportunidad de ser felices, como lo soy yo, desde el día que Ada, comiendo chupa-chups, me encontró debajo de ese coche. Algunos de mis compañeros no tienen tanta suerte, por que se han encontrado con Salvajes que les han hecho mucho daño, pero Mamita y sus compañeros dicen que nunca van a dejar la lucha. 

viernes, 22 de mayo de 2015

PAJARITO

          No podía creerse que estuviese muerta. Su pajarito, su chica, su niña bonita. Hace solo unos minutos estaban dándose el beso desesperado que siempre recordaría, y ahora era un frío cadáver. La miró a través de sus ojos de agua, salados, marrones. Estaba tan guapa como siempre, aunque ahora su piel había cogido un tono azulado como las heroínas de los cuadros de Rembrandt. No quería regocijarse en su imagen de muerta, pues quería recordarla como fue siempre, jovial y llena de vida. Pero su piel suave, sus ojos cerrados y sus dedos largos y finos le hacían acordarse de cuanto la iba a amar siempre.

     Ella había pasado noche enteras velando por él, pues tenía sueños vívidos y gritaba, lloraba y deambulaba por la casa. Pero con paciencia, conseguía calmarle y se volvía a dormir como un niño. Ella se reía con la boca muy abierta y le gustaba hacerle cosquillas a él. Los domingos desayunaban en la cama con la persiana muy abierta, para ver bien a los vecinos en sus tareas domésticas dominicales, y paseaban antes de comer, después ella se estiraba en el sofá a leer y casi siempre cocinaba él, pues ella era un desastre.... El día a día era el sueño que nunca creyó encontrar, cosas sencillas que les hacían felices. 

     Le tocó los labios, dibujaban una sonrisa. Parecía dormida, como tantas veces la había mirado durante las mañanas, en manos de Morfeo, soñando que estaban de nuevo en aquel parque, cerca del Templo de Debod, donde ella le dijo que no quería morir, pero que si lo hiciese, no se iría con pesar, ya que había vivido mucho, siempre había hecho lo que le había apetecido, había viajado, leído, soñado, y un día, cuando se cansó de dar vueltas sola, le conoció a él, que se enamoró de sus alas y que alimentaba sus ganas de querer volver a seguir al viento. Pero de repente, ya no volaría nunca más.

     Hacía un mayo muy caluroso. La gente del parque había buscado la sombra, aunque algunos más valientes en bañador tomaban el sol sin miedo. Se tumbaron sobre el fular que ella llevaba y así se quedaron, cerca de dos horas, tendidos en una siesta campestre, hablando a susurros, rozándose los pies descalzos. Era el momento después de comer, donde la calma inunda el ambiente, la gente va más despacio. Los ojos de ella brillaban, unos ojos verdes preciosos, y con el paseo soleado, le habían salido muchas pecas. Sonreían los dos. Ella le tocó los labios: guapo, chico guapo. Él sonrió, las cosas habían pasado muy rápido después de ese día. Un jueves ella lloraba en la consulta, el lunes, él le gritaba al equipo médico que eran unos ineptos, inútiles y juraba denunciarles a todos. Tres semanas más tarde llegaron los vómitos, las diarreas, y solo un mes después, no tenía ni fuerzas para levantarse de la cama. Dormía casi todo el día. Y él lloraba, tirado en el suelo, enjuagando sus lágrimas con la ropa de cama, viendo a su pajarito sufrir. No habían llegado a agosto todavía, aún no habían pasado ni los tres meses de la cuenta atrás de la que le habían hablado los médicos, los entendidos que en realidad no entendían nada, ella le acariciaba la cabeza mientras le decía; no quiero morir echando el estómago por la boca. Aún él tardó más de tres días en aceptar el trato. Ella le había hablado al principio con dureza, después suave, con cariño, acariciando las palabras. Durante esas 72 horas, estuvo pensando a una velocidad impresionante, no se creía lo que ella le pedía, la amaba demasiado; si tanto me amas, hazlo, por favor. La miraba mientras vomitaba, le sujetaba el pelo. Sangre, fluidos negros, mas sangre. ¿Es así como quieres que termine? Le dolía la cabeza, de tanto pensar, nunca podría hacerle daño a su pajarito, pero tampoco podría verla apagarse así. Le limpió la cara, le acompañó a la cama, arregló la ropa de cama con ella dentro. Había perdido casi 20 kilos en menos de dos meses, su aspecto cansado, enfermizo y abatido no había perdido la sonrisa. La amaba más que a nadie, por eso le juró que lo haría, como símbolo de su amor. Ella le dio las gracias en voz muy baja y le hizo un hueco a su lado en la cama para permanecer abrazada a él durante toda la noche. 

     Había llorado ese día más que nunca. Ahora ni podía moverse. No podía mantenerse en pie, no podía más. Sabía cual era el siguiente paso, el peor, el más duro. Comprendió que eran las fuerzas de flaqueza; una garra que salió de su interior, que se subió por sus brazos, le obligó a volver a besarla, a decirle que la amaba, que no la olvidaría jamás, y después de eso a empujar el émbolo de la jeringuilla y poner el punto y final.

lunes, 18 de mayo de 2015

BLANCO


          Al principio me pareció un ángel. Ella me levantó del suelo y me secó las lágrimas, y me besó en la frente, y me ayudó a meterme en la bañera más grande que yo había visto, y me envolvió en una toalla suave. Me acariciaba el pelo con sus manos rechonchas cargadas de anillos. Me abrazó contra sus pechos grandes y me habló con voz clara y susurrante. Consiguió calmarme el llanto. Todos son iguales, me dijo. No seas confiada con ellos, niña, tu has de ser mas lista. Me habló de las mujeres, del poder que tenían, me habló de olvidar a los hombres como hombres, de fijarse sólo en lo que valían, de la libertad de andar sola por la vida. Me dijo que si yo no quería no tendría que soportar una paliza más, ningún desengaño que volviese a partirme en el corazón. La escuché porque no tenía nada, y lo más importante, no tenía a nadie. Ella había aparecido de la nada y me tendió su ayuda, su bañera, su calor. Se puso frente a mi, me miró con aquellos ojos negros cargados de maquillaje: tu y yo podemos reírnos de los hombres. Y me dejó quedarme en su casa, y me metió en una cama grande y tibia, y se me quitó el frío, y vigiló mi sueño, y dormí tranquila, y desperté renovada, y más guapa, y más feliz, y más libre, al menos eso creí. Ella era la única persona que me había tratado buen, y por eso me peleaba con el resto de las chicas cuando la llamaban bruja, pero poco después, vi su verdadero rostro; ella era el demonio.

     La primera vez fue unas noches después de recogerme en la calle, me lo pidió como un favor personal, un amigo, que se sentía solo, que necesitaba el mismo calor que ella me dio. Que por favor le preparase un baño caliente y le diese un abrazo de consuelo, pero no. Fue todo muy rápido. No me habló, siquiera me miró. No me hizo daño, pero todo fue humillante. Me tiró un puñado de monedas al suelo y salió sin despedirse. Me miré al espejo, despeinada y con las monedas en la mano, estaba tan avergonzada que ni llorar podía. Después de él llegaron más amigos, y después otros que ni siquiera eran conocidos. Un día me sentí fuerte y me atreví a hablarle, ella sonrió y me dijo que me dio ánimo cuando no lo tuve, energía cuando no podía siquiera levantarme del suelo, que me entregó su casa cuando yo no tenía techo, que sus manos lavaron mi cara y mi pelo, que siempre me daba dinero para vestidos bonitos, que en su mesa jamás faltaba un plato para mí, que ella en persona guardó mis sueños cuando sólo me visitaban las pesadillas, entonces yo no supe que contestar, y me di cuenta de todo, y vi que su cariño era falso, que ya nadie podía romperme el corazón, porque ya no tenía, que había caído en un círculo vicioso del que nunca iba a salir, y me miré el cuerpo y no me reconocí, y me sentí sucia y fea. Y esa sensación se repitió al día siguiente, y al otro, y al otro, y todos los días de mi vida, y ya nunca he vuelto a sentirme bien, porque la felicidad tiene la entrada prohibida en esta casa.