viernes, 22 de mayo de 2015

PAJARITO

          No podía creerse que estuviese muerta. Su pajarito, su chica, su niña bonita. Hace solo unos minutos estaban dándose el beso desesperado que siempre recordaría, y ahora era un frío cadáver. La miró a través de sus ojos de agua, salados, marrones. Estaba tan guapa como siempre, aunque ahora su piel había cogido un tono azulado como las heroínas de los cuadros de Rembrandt. No quería regocijarse en su imagen de muerta, pues quería recordarla como fue siempre, jovial y llena de vida. Pero su piel suave, sus ojos cerrados y sus dedos largos y finos le hacían acordarse de cuanto la iba a amar siempre.

     Ella había pasado noche enteras velando por él, pues tenía sueños vívidos y gritaba, lloraba y deambulaba por la casa. Pero con paciencia, conseguía calmarle y se volvía a dormir como un niño. Ella se reía con la boca muy abierta y le gustaba hacerle cosquillas a él. Los domingos desayunaban en la cama con la persiana muy abierta, para ver bien a los vecinos en sus tareas domésticas dominicales, y paseaban antes de comer, después ella se estiraba en el sofá a leer y casi siempre cocinaba él, pues ella era un desastre.... El día a día era el sueño que nunca creyó encontrar, cosas sencillas que les hacían felices. 

     Le tocó los labios, dibujaban una sonrisa. Parecía dormida, como tantas veces la había mirado durante las mañanas, en manos de Morfeo, soñando que estaban de nuevo en aquel parque, cerca del Templo de Debod, donde ella le dijo que no quería morir, pero que si lo hiciese, no se iría con pesar, ya que había vivido mucho, siempre había hecho lo que le había apetecido, había viajado, leído, soñado, y un día, cuando se cansó de dar vueltas sola, le conoció a él, que se enamoró de sus alas y que alimentaba sus ganas de querer volver a seguir al viento. Pero de repente, ya no volaría nunca más.

     Hacía un mayo muy caluroso. La gente del parque había buscado la sombra, aunque algunos más valientes en bañador tomaban el sol sin miedo. Se tumbaron sobre el fular que ella llevaba y así se quedaron, cerca de dos horas, tendidos en una siesta campestre, hablando a susurros, rozándose los pies descalzos. Era el momento después de comer, donde la calma inunda el ambiente, la gente va más despacio. Los ojos de ella brillaban, unos ojos verdes preciosos, y con el paseo soleado, le habían salido muchas pecas. Sonreían los dos. Ella le tocó los labios: guapo, chico guapo. Él sonrió, las cosas habían pasado muy rápido después de ese día. Un jueves ella lloraba en la consulta, el lunes, él le gritaba al equipo médico que eran unos ineptos, inútiles y juraba denunciarles a todos. Tres semanas más tarde llegaron los vómitos, las diarreas, y solo un mes después, no tenía ni fuerzas para levantarse de la cama. Dormía casi todo el día. Y él lloraba, tirado en el suelo, enjuagando sus lágrimas con la ropa de cama, viendo a su pajarito sufrir. No habían llegado a agosto todavía, aún no habían pasado ni los tres meses de la cuenta atrás de la que le habían hablado los médicos, los entendidos que en realidad no entendían nada, ella le acariciaba la cabeza mientras le decía; no quiero morir echando el estómago por la boca. Aún él tardó más de tres días en aceptar el trato. Ella le había hablado al principio con dureza, después suave, con cariño, acariciando las palabras. Durante esas 72 horas, estuvo pensando a una velocidad impresionante, no se creía lo que ella le pedía, la amaba demasiado; si tanto me amas, hazlo, por favor. La miraba mientras vomitaba, le sujetaba el pelo. Sangre, fluidos negros, mas sangre. ¿Es así como quieres que termine? Le dolía la cabeza, de tanto pensar, nunca podría hacerle daño a su pajarito, pero tampoco podría verla apagarse así. Le limpió la cara, le acompañó a la cama, arregló la ropa de cama con ella dentro. Había perdido casi 20 kilos en menos de dos meses, su aspecto cansado, enfermizo y abatido no había perdido la sonrisa. La amaba más que a nadie, por eso le juró que lo haría, como símbolo de su amor. Ella le dio las gracias en voz muy baja y le hizo un hueco a su lado en la cama para permanecer abrazada a él durante toda la noche. 

     Había llorado ese día más que nunca. Ahora ni podía moverse. No podía mantenerse en pie, no podía más. Sabía cual era el siguiente paso, el peor, el más duro. Comprendió que eran las fuerzas de flaqueza; una garra que salió de su interior, que se subió por sus brazos, le obligó a volver a besarla, a decirle que la amaba, que no la olvidaría jamás, y después de eso a empujar el émbolo de la jeringuilla y poner el punto y final.

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