sábado, 9 de marzo de 2019

ESCAYOLA

Nuestro romance comenzó una tarde de martes, en la biblioteca. Yo estaba con el brazo escayolado y no podría ir a trabajar en unas semanas. Hacía años que no leía, y mucho más que no pisaba una biblioteca.

Había preguntado a la bibliotecaria, eso hacemos los neófitos. Buscaba algo que me mantuviese entretenida, pero ninguno de los libros que veía acababa de gustarme, y allí le encontré a él. En realidad la frase correcta sería que él me encontró a mi, porque yo no le buscaba, simplemente le vi, apoyado en la estantería de las escritoras latinoamericanas, parecía estar esperándome,cerca de mi escayola, para poder tocarnos levemente.

Al principio no me llamó la atención, parecía serio y estirado. Yo pasé de largo, alzando la cabeza con un orgullo extraño en mi. Pero por una extraña razón, que aún no he descubierto, y ya no importa, acabé, primero en una cafetería al lado de la biblioteca y luego sentada en el sofá de mi casa, acomodando los cogines bajo mi brazo para pasar horas con él. La picadura de la curiosidad me afectó desde el primer momento. 

Intenté, además de descubrirle, comprenderle. Y sin darme cuenta, ya me había ofrecido a compartir con él mis próximas dos semanas.

Su lenguaje era claro. Aunque hablaba de forma convencional, no le pegaban algunas palabras antiguas y distinguidas, que a veces utilizaba y que contrastaban con su forma de vestir de sencillez sus historias. Imaginé que su larga vida de experiencias le había llevado a adquirir ese lenguaje que caminaba elegantemente entre lo mundano y la nobleza. Mientras hablaba, me acariciaba mi propio brazo herido, sé que exagero cuando digo que se me calmaba el dolor con su voz.

Habló de su niñez durante mucho rato. De todas las ciudades que después visitó, no consideraba ninguna su casa. Resumió diciendo que simplemente, en su infancia, le faltó un hogar. Su hermana, me dijo, seria y mandona, su madre, una mujer cansada y resignada y sobre todo, lo que más le había marcado: la figura de su padre. De él me habló mucho más. Yo creo que le recuerda aún, de pie en medio de la sala, predicando su propia realidad.

Su nombre me encandiló, Gregory Reeves, lo pronuncié, luego estando sola, varias veces en voz alta, para familiarizarme con él y que no me resultase extraño cuando volviera a oírlo. Las letras salían de la garganta por si solas, como dando gritos y dibujando 'Reeves'. En un arrebato de niña, me lo escribí en la escayola, escondido en el dorso del brazo, con letras pequeñas, para poder verlo siempre que quisiera. Nunca encontré un nombre tan perfecto, Gregory, y se ceñía tan bien a su imagen de hombre triste y melancólico. Miré las letras muchas veces.

El segundo día casi le supliqué que siguiese hablando sobre su vida. Íbamos en el autobús y nuestra conversación silenciosa se confundía con el motor del vehículo, los cuchicheos de las mujeres y el olor a chicle de los niños que iban al colegio. Ese día me habló de sus dos grandes amigos, los hermanos Morales, Carmen y Juan José. Cómplices ambos de tantas travesuras y secretos. Carmen, su dulce amiga. Juan José, el chico que siempre quiso ser, a quien envidiaba... Después, con una amplia sonrisa me habló de su primer amor, Olga, una mujer fascinante. Una bruja hippie que lo acogió en su lecho cuando cumplió quince años y le enseñó a defenderse en el amor.

A medida que pasaban los días, su vida me enganchó más y más. Y él, bueno, él me cautivó por completo. Casi olvidé el resto del mundo. Su vida fue la mía. Me alegré cuando él era feliz, sufrí cuando sufrió y lloré cuando él lloró. En mi vida se mezclaban los nombres de la suya, Judy, Carmen, Timoty, todos eran parte de él, y yo los sentí como parte de mi. Aún recuerdo la amargura con la que lloré cuando me dijo, que en la guerra, murió Juan José en sus brazos, sentí el dolor de cuando le hirieron, el calor de la sangre aún viva de su amigo entre sus brazos, y después, el frío de su cuerpo sin vida, la soledad, la amargura. Pude, en mi pequeño pecho, sentir su paz cuando volvió a reencontrarse con Carmen, con los mismo ojos grandes y ese olor tan familiar, para abrazarla con ternura, y luego besarla con pasión, para amarla como nunca lo había hecho. Sentí una pena tremenda cuando se distanciaron, aunque me alivió pensando que quizás ahora seguía solo, y podría volver a interesarse en algún otro tipo de mujer, alguna con gafas, bajita y morena, como por ejemplo yo....

Me contó lo de sus dos matrimonios fallidos, lo de sus hijos consentidos. Su fracaso como padre, como hombre, dijo. Me hubiese gustado cogerle las manos, para poder hacerle notar que estaba allí, con él. Quise abrazarle. Sentí el dolor en sus palabras, noté su pena, sollocé, dos lágrimas mojaron mi rostro. Las sequé, volví a poner un muro para que nadie notase lo que sentía. Compartí con él tantas cosas, tantos sentimientos,... Estaba enamorada.

Quince días después de nuestro primer encuentro, me encontraba allí, en el mismo lugar. Estuve parada un rato delante del mostrador. Me sentía extraña, no estaba preparada para la despedida, pero tenía que ser así. La mujer que estaba frente a mi, sonrió. Dejé con mi mano sana, un libro morado sobre la mesa, en letras blancas se leía El plan infinito de Isabel Allende. Lo había llevado aferrado a mi pecho, incluso había pensado no devolverlo. La mujer rellenó un papel mientras yo seguía mirando el libro.

-¿Qué te ha parecido?
-Muy intenso.
-¿Y Gregory Reeves?

Me miró a los ojos. Lo sabía, sé que ella lo sabía todo. Seguramente ella lo sabía desde que entré por la puerta. Era mala, quería reírse de mi pena. Con vergüenza, oculté mi escayola pintada con su nombre. Volví los ojos al libro con tristeza.
-No está mal.

Salí del edificio y sacudí la cabeza. Tenía que olvidarme de él, no era más que un personaje de novela, alguien que existía entre las páginas del libro 'es la vida del marido de la escritora', había dicho la maldita bibliotecaria.

Me paré al borde de la carretera esperando que el semáforo se pusiera verde. Miré al suelo, esa iba a ser mi vida sin él, triste y vacía y tan gris como esa misma tarde lluviosa. Me abroché el abrigo y agarré con fuerza el libro que llevaba bajo el brazo escayolado 'Cocina rica y sabrosa mediterránea'. Quise ser previsora, no iba a volver a enamorarme. Al fin, el semáforo cambió de color y crucé la calle.