viernes, 7 de agosto de 2015

LEALTAD

          Si existe una palabra que definiese a la familia Caminada, es lealtad. Arturo trabajó durante más de cuarenta años para el señor y la señora. Trabajar, ver casi a diario, amar a esa familia, que era parte de su familia ahora.

     Era un hombre alto, moreno y callado. Silencioso y discreto. Por esas dos razones le habían contratado.
      -Sé que exijo más que ninguno, pero por eso pago más que nadie.
     Fueron las primeras palabras de su jefe. Jamás le dijo que su trabajo sería continuo ni que duraría hasta el fin de sus días, quizás le gustaba jugar con la incomodidad del hombre al no saber hasta cuando iba a tener trabajo, o simplemente él mismo prefería no hacer planes para siempre, sin embargo, convivieron durante cuarenta y dos años. Ahora Arturo lo dice pronto, cuarenta, pero se le pasaron casi volando.
     -Su nombre me gusta, es contundente, céltico, 'el guardián de la Osa', 'Oso fuerte, oso noble' me gustan todos sus significados. Usted también me gusta, tiene buena apariencia. Espero que nos entendamos.
     Le miraba fijamente a esos ojos pequeñitos y negros. Iba vestido de gris oscuro, con un sombrero entre las manos. Aunque llevaba su mejor ropa, no cree que se refiriese a ella cuando hablaba de que le gustaba su apariencia. La camisa estaba pulcramente planchada por su esposa, amarilleaba un poco en las axilas, pero con la chaqueta apenas se le notaba. Olía a jabón de afeitar. Estaba muy limpio, más que cuando iba a misa. Su hermosa mujer había insistido en ponerle un poco de su perfume.
     -Cuénteme de usted, de mi sabe de sobra...
    Estaba nervioso, movió un poco el sombrero entre sus manos, le imponía ese hombre, medio loco, medio cuerdo, medio pintor, medio viejo, medio joven, imponente, grande y millonario.
  -Nací en Figueres, soy hijo de unos emigrantes castellanos, hablo perfectamente el catalán y podré entenderme también con la Señora en francés, si ella gusta, no hablo ruso, lo siento. Tengo dos hijos, un bebé de un año y una chica de cinco. Mi mujer es hilandera, pero hace un tiempo que está un poco enferma y....
     -Tranquilo, ya tienes trabajo. ¿Coméis bien?
    De nuevo se sintió observado por los ojitos delirantes del pintor. Es cierto que estaba excesivamente delgado de un tiempo a esta parte, la posguerra fue devastadora para los Caminada, y ahora tampoco estaban mucho mejor. A veces, no podía dormir de la congoja, se apenaba de haberse casado con su mujer, pues la había hecho una desgraciada, y miraba con pena a sus hijos, que serían pobres por el resto de sus míseras vidas. Aunque sintió temblar las rodillas al escuchar que ya tenía trabajo, no sabía como contestar sin pena a la pregunta sobre la comida.
     -Sí, señor, los niños comen, nosotros vamos tirando.
     El Señor decía que no quería que viesen a la familia de su chófer (al principio le llamaba así, después utilizaba otras palabras como; amigo, compañero) por ahí desnutrida y mal vestida, así que se ocupó de eso inmediatamente, cambió el traje de paño de Arturo por uno precioso hecho a medida, la Señora le trajo camisas nuevas finísimas de París y unos encajes hermosos de Bruselas para su esposa. Insistieron en ir a su casa. Arturo se moría de la vergüenza de enseñarle a esa gente tan fina y tan arisca su cabaña casi destruida. Solo tenía dos sillas, insistió en que se sentaran los Señores, pero don Salvador no permitió que su esposa se levantase;
     -Desde aquí me admiráis mejor, dijo sin inmutarse. Así que ellas estuvieron sentadas mientras la pequeña Marina miraba embelesada a los dos nuevos visitantes.
     Arturo la llamó, ella corrió a su regazo pero siguió mirando al Señor que tampoco le quitaba el ojo de encima.
     -¿Qué miras, pequeña?
     -Es usted raro. La señora es una ninfa.
Arturo se quería morir, casi le da un pellizco a la niña, pero decidió esperar a que se fueran las visitas para castigarla.
    -Eres una niña muy observadora, insolente y descarada. Me gustas, nunca pierdas esas facultades. Y es cierto, la ninfa de los bosques es mi Gala con el pelo ensortijado por la playa. Tu también pareces una ninfa.
     -Gracias, señor. 
    Salvador y Marina tendrían una relación preciosa, difícil de explicar, pero fácil de comprender si sabes que fue el padrino de todos sus hijos, y que ella pudo casarse gracias a él, que la presentó a toda la sociedad gironina y la pretendieron los hombres más influyentes del momento, y que el vestido que ella lucía, de tules y sedas, con bordados preciosos fue diseñado por don Salvador, pero eso fue después de que fuesen cómplices de todas sus aventuras.
     En realidad decir que los Señores velaban por la familia Caminada era poco si lo comparábamos con todo lo que hizo Arturo por ellos, la fidelidad fue infinita hasta el fin de los Dalí.

     Se interesaba por las cámaras fotográficas. En silencio observaba a los profesionales tomar fotografías, se acercaba poco a poco, como los gatos, sin ser visto. Por su veinticinco cumpleaños, el Señor le regaló una novísima polaroid instantánea. Se quedó mudo de la sorpresa, esa cámara había salido hacía sólo tres años a la venta, y ahora tenía una en sus manos. No sabía que decir. El regalo le llegó con la indiferencia de siempre. El Señor ni siquiera estaba presente cuando la sacó de la caja. Era un armatoste marrón con un acordeón rígido, al final estaba la lente. Sabía exactamente lo que era, la había visto en infinidad de revistas y esa, era suya, exactamente igual pero diferente, porque era de él. Aunque don Salvador se había ido hacia el taller, él por el rabillo del ojos vio su silueta medio escondida tras el armario, era raro que el genio se perdiese la cara de sorpresa de Arturo, le encantaban ese tipo de cosas, pero para seguir manteniendo su estatus de hombre estirado, no aceptaba agradecimientos. El chófer y su cámara se hicieron inseparables. De hecho, hoy el valor más preciado que guarda la familia son las instantáneas del pintor y la Señora en la barcaza Gala, la única pintada en amarillo de todo Cadaquès, y una, sobre todas las cosas, su Marina, con 10 años, posando con el Señor, guapa, pura, radiante, y él tan loco como siempre. La confianza alcanzó los límites cuando don Salvador se enteró de la cantidad de dinero que Arturo Caminada había rechazado de la prensa para contar los entresijos del pintor, sus locuras inconfesables. Sonrió para sus adentros y le contestó al periodista:
     -Sabe que no tiene nada que contar sobre mí, soy trasparente y me encanta contarlo todo.
     Arturo fue el primero que visitó el ruinoso castillo que el pintor le regaló a su caprichosa musa, partícipe de las obras e incluso asistieron a la fiesta de inauguración como si fuesen dos invitados ilustres más. María vistió un modelo de Chanel precioso que la Señora le prestó en color azul noche, con un broche diseñado por el señor, unos labios de rubíes con unas perlas por dientes. El miedo de María era perder esas joyas, pero la poca importancia que los Señores le daban al dinero que compartían la tranquilizó. Pasearon por los jardines bebiendo Moët Chandon Imperial, que no sabía si les gustaba mucho, pero la copa quedaba preciosa en la noche, Arturo miró a su esposa, sentada al lado del estanque, acababa de cumplir cincuenta años y estaba tan bonita como el día que la conoció, puede incluso que más, el vestido, el peinado, las joyas, nada hacía sombra a esos ojos y esa nariz respingona, su chica que siempre le cuidaba, su amante fiel, juntos habían pasado tantas penurias los primeros años, que se merecían las alegrías que estaban recibiendo ahora, nunca exigía nada, y siempre agradecida, que suerte había tenido ese flacucho de la calle Monturiol, pero no porque fuese hijo de un adinerado notario, si no porque su madre era cocinera de una de las casas y allí se puso de parto. Comieron canapés y dulces, se dejaron servir por los criados de los que ellos formaban parte, y rieron por las ocurrencias del travieso pintor que les había presentado como unos marqueses de Formentera. La fiesta fue mágica, volvieron a casa en el nuevo Rolls Royce Phantom de la Señora, María y Arturo se sintieron como Cenicienta, ya que al llegar a su pequeño pisito, desapareció el encanto, aunque no del todo, porque el diseñador le regaló el broche y le dijo que lo guardase ella, pues era una copia de uno que iba a exponer en Nueva York, y María lo guardó con su vida, y ahora es una más de las joyas de la familia Caminada.
     Arturo quiso a esa gente, les amó tanto como ellos a su familia. El paso del tiempo era delicioso, paseos por la orilla de Port Lligat, risas de sus hijos tirandole del bigote a don Salvador, su María, bordando un pañuelo para la Señora, y Gala, limpiando con disolvente los útiles de pintura. Esas barracas eran como su casa, paseaba tranquilo por la playa, su María a veces hacía las tareas del hogar, comían en la cocina con ella. Mientras cocinaba entraba el Señor, picaba fuet y olía todas las ollas.
    -Quines manetes t'ha donat Dèu Marieta.
     
     El verano comenzó en Portlligat antes de tiempo, el calor era insoportable a principios de junio, la Señora había pasado muy mal día, ya estaba tan débil que don Salvador no la dejaba sola en el castillo de Púbol. Ese día no salió de la cama, estaba muy desmejorada, y el loco de su jefe trasladó allí todo el estudio, los óleos manchaban las sábanas y los pinceles y paletas estaban esparcidos por el suelo, él intentaba hacer ver que todo iba bien negándose a ver que su amada se le escapaba entre los dedos como arena de playa. Un grito desgarrador rompió la madrugada. El Señor, velaba el cadáver de su esposa, además se lamentaba del festivo del día siguiente, la funeraria no podría trasladar el cuerpo y ella no podría enterrarse en la tumba que su amado preparó para ellos, una tumba doble con un canal de unión donde podrían darse la mano en la eternidad y amarse para siempre.
     -Lo haremos nosotros mismos, señor.
     El loco genio dejó de llorar. Miró a ese hombre que ya no era su chófer, sino su amigo, las lágrimas le nublaban. No podía hablar.
     -Meteremos a la señora en su Rolls Royce, la trasladaremos a Púbol ahora en la noche, diremos que murió allí. Nadie sabrá jamás nada.
     La mañana del 9 de agosto, un pintor más envejecido que de costumbre, cogido del brazo de la bellísima Amanda Lear declaró ante los medios que su esposa se fue, bella como vivió, esa misma mañana en su castillo de Púbol, intercambió una mirada con su amigo Arturo, se volvió a meter en el coche y le pidió por favor que le sacase de allí.