martes, 9 de octubre de 2018

GRIPE

          Sólo tenía siete años. Con siete años no puedes hacer mucho, dijo mirándose al espejo, ya quisiera él poder cambiar el mundo, que buenos retoques le hacen falta...¿Cómo sería Peter Parker cuando tenía su edad?, le daba igual, se dijo, él era el verdadero héroe, no Peter Parker. Lo iba a demostrar, iba a rescatar a Mary Jane de las manos de aquel monstruo oscuro con cara de osito de peluche. A él nadie le asustaba. Qué miedo tendría que tener Peter Parker porque ni siquiera había aparecido por allí. A él nada le daba miedo, ni el perro que está atado en el patio del colegio y le ladra tanto...

     Se terminó de pintar la cara, se había manchado un poco las manos de negro con aquel lápiz negro que encontró en el cuarto de baño y con aquella barra roja con la que su madre se maquillaba los labios, quizás se enfadaba un poco cuando notaba que ya no había casi, pero (¡él no tenía la culpa!) Spiderman lleva la cara entera roja, y él había tenido que pintarse toda la cara...ya les había avisado a mamá y a papá que necesitaba pero ya un vestido de hombre araña. Se restregó un poco la pintura para corregirla, pero no se movía de su piel...bueno, quizás se iba con agua, pero tendría que frotar mucho y hacerse daño en la piel, pero un héroe nunca se quejaba. Se ató bien la capa negra de su traje de Batman de los Carnavales pasados. Sí, sí, sé lo que estáis pensando, que Peter Parker no llevaba capa, pero eso no le importaba porque él si que tenía estilo, no el tonto ese de Peter Parker. Pensó que había perdido demasiado el tiempo con tonterías, la pobre Mary Jane estaba con aquel bicho tan feo, ese oso horrendo que la Tía Nieves le regaló a Cris. Salió del cuarto de baño en silencio, si algo bueno tenía el osito, era que su oído era finísimo, Jose estaba seguro que fue él quien se chivó a la tía Nieves que Jose pensaba que el osito y ella eran muy parecidos… Apagó la luz del pasillo y se asomó al comedor sin que lo vieran. La televisión estaba encendida, quizás Javier, viendo uno de esos programas de música que salía gente muy despeinada cantando cosas muy raras. Cerró la puerta del comedor, Javier nunca entendía, desde que se hizo un poco más mayor, siempre le acusaba delante de su madre, y si ahora lo hacía, no habría rescate, y Mary Jane se quedaría allí, esperando que alguien la rescatase, al final tendría que salvarse ella sola, porque si tenía que esperar que el verdadero Peter Parker fuese a buscarla…

     De puntillas se asomó a su habitación. Él no podía andar por las paredes, no porque no tuviese capacidad para hacerlo, que seguramente la tenía, sólo que no había probado las suficientes veces, y los chichones que tenía de comprobarlo le dolían aún. Además estaba muy resfriado, y eso influía, ¿o no?, pues eso. Se tocó las muñecas y las palmas de las manos….tampoco sabía aún como recargar el depósito de tela de araña. Menos mal que era un chico previsor, mamá siempre lo decía cuando de sus bolsillos aparecían bolígrafos justo cuando ella los necesitaba (‘Gracias tesoro, eres siempre tan precavido’, y Jose miraba con cara de bobito lo guapa que era su mamá), y de sus bolsillos esta vez sacó unas cuerdas, no eran fuertes y duras, pero eran cuerdas, las había tomado prestadas del cuarto de Cris. Que tonta era Mary Jane, era la tercera vez en esa semana que tenía que ir a rescatarla, si tuviese más cuidado...una vez fue por una muñeca de felpa feísima y gorda (también regalo de la tía Nieves) que la quería matar para quedarse con su novio Ken, y estas dos últimas veces por el Oso Pepo Píntame. si es que no se puede hacer amistad con los Playmovil así como si nada, están todos vendidos y la traicionaron.

     Estudió cada milímetro de la habitación, con las luces apagadas. Tardó a acostumbrar sus ojos a la penumbra. Aspiró hondo y dijo en voz baja: ‘Como me gusta el olor a napalm por la mañana’, en realidad ni sabía que era el napalm, ni sabía que significaba, pero como él jamás había vivido una guerra de las de verdad, recordaba las conversaciones de los de las películas que veía su padre y a él no le dejaban, pero espiaba a veces. Bueno, bastantes veces. En realidad siempre que su padre veía las pelis que a él le prohibía.

No vio nada, así que decidió esperar en silencio. Se tumbó en el suelo como había visto hacer en el cine a un militar que iba a guerra en la jungla y que con una metralleta mataba a todos pero en realidad perdió la guerra (eso en realidad lo sabía porque se lo había dicho su padre). La verdad que quedaba muy profesional, y él lo era, ¡vaya si lo era! Mary Jane estaba muy asustada, claro, ella era tan pequeña y aquel oso tan grande. Pepo Píntame, pintado de camuflaje, la tenía agarrada por el brazo y los mil soldaditos verdes de plástico del cubo grande franqueaban el paso. No le importó, él era un héroe, y ‘un gran poder conlleva una gran responsabilidad’, eso lo sabía bien. Iba a enfrentarse a todos para que Mary Jane volviese a pasearse tranquilamente con su jaguar rosa por la habitación de Cris.


     Contó hasta veinte, para animarse a actuar. En realidad tuvo que contar varias veces, porque con los nervios se olvidaba de por cual número iba y tenía que volver a empezar. Pero ya estaba preparado, y se lanzó contra ellos, gritando, dando paradas, mordiéndoles. No supo bien como pero todos se le echaron encima a la vez, incluso mientras se revolvía por el suelo intentando quitárselos de encima, algunos se le clavaban en la espalda mientras rodaba. Pero él, siempre más precavido que Peter Parker, llevaba una pelota de tenis nuevecita, y uno a uno fue derribándolos mientras los contaba, doce, quince, veinte, así hasta cuarenta y tres.

-¡Mis soldados! Sabes que hay muchos más esperando para atacarte.

-Mientes.

-’Siempre digo la verdad, incluso cuando miento digo la verdad’.

-¡Ja! Sé perfectamente que sólo tenías cuarenta y tres, los he contado, Pepo Píntame, y el próximo serás tú.

El osito le miró con esos ojos feos y marrones de botón

-'¿Y quien me parará?, venga, dime que tú, Anda, alégrame el día'.

Jose se preparó para dar el pelotazo final, echó el brazo hacia atrás y lanzó la pelota con tanta fuerza como pudo. Primero le dio al osito, (‘Hasta la vista, baby’, pensó), que lo derribó, luego a Mary Jane ,y después, antes de salir por la ventana, rompió el cristal haciendo un ruido tremendo que alertó a toda la casa. Vinieron corriendo su madre y Cris. Vaya fastidio, pensó, pues se le había arruinado la fiesta.

Mamá miró la habitación despacio, la verdad que él no sabía por qué ahora parecía tan desordenada de repente. Luego le miró a él, suspiró aliviado porque la pilló en un renuncio, casi se echa a reír cuando le vio la cara. Se volvió a poner seria.


-¿Qué ha pasado aquí?

-Peter Parker no venía y yo he tenido que rescatar a Mary Jane.

Señaló a la muñeca y al Pepo, abatido. La chica aún estaba aturdida por el golpe, pero estaba suspirando aliviada y ahora le miraba con ojitos agradecidos.

-¡Mi Barbie!

-Tranquila, el osito es muy malo y la había secuestrado de nuevo. Peter Parker no es Spiderman y nadie podía salvarla….

-¡Mi pobre Pepo!


Cris, que no entendía nunca nada, cogió a Pepo Píntame y a Mary Jane y los estrechó contra su pecho. Él se quedó un poco decepcionado, de nada había servido su esfuerzo. Agachó la cabeza y se miró los calcetines. Su madre le cogió en brazos y lo llevó al cuarto de baño a quitarle la pintura de la cara. Mamá era tan buena que no le importaba que le manchase mientras la abrazaba. Con un líquido blanco y unos algodones le quitó suavemente la pintura, ni le hizo daño ni le picó la cara ni los ojos. No estaba enfadada, Cristina sí, pero no le importaba, ella no entendía el peligro que corría su muñeca. si él no hubiese llegado a tiempo, no lo habría contado.


-Yo no he roto el cristal, fue Pepo Píntame, que es muy malo, paro ya lo he matado. No he tenido la culpa.

-Ya lo sé, cariño. Tienes la gripe y Mamá te ha dejado demasiado rato con tus hermanos. Lo siento, hijo. ¿Te sigues encontrando mal? 

El niño negó con la cabeza. Mamá le abrazó un poco fuerte, pero no le importaba. Que bien olía ella siempre. Le dolía la cabeza y además estaba un poco cansado, bostezó. Mamá lo volvió a coger en brazos para llevarlo a la cama. Lo tumbó, lo tapó bien, ella se sentó a su lado, en la cama y le besó las mejillas, que las tenía coloradas.

-Vuelves a tener fiebre.

Le puso una mano en la frente, ella siempre las tenía frescas, así que el dolor de cabeza se le pasó enseguida. Se estaba durmiendo, pero antes quiso aclarar una duda muy grande con su madre:

-¿Es Peter Parker el verdadero Spiderman, mami?

-No sé, yo creo que no, ¿tú qué crees?

-No lo es...¿te puedo decir un secreto?

-Claro, dime.

-Me parece que Spiderman, el verdadero, no existe, y si existiese no pasa Mucho por Madrid, porque pasan muchas cosas malas, y hay gente que vive en la calle, y niños que no tienen papás y pasan hambre, y el perro del patio del cole ladra mucho y asusta a todos cuando no le damos el bocadillo, y nunca viene. Pero a mi me gusta jugar a que el verdadero Spiderman soy yo.

-Pues yo creo que es mucho más bonito jugar a ser Jose. Hay personas que hacen grandes cosas y no tienen súper poderes, no hace falta ser Spiderman para ayudar a las personas. Puedes ser un súper héroe que hace cosas grandes si piensas siempre en hacer cosas buenas por los demás.

Mientras Jose pensaba que quizás era una heroína la chica que comía chicle y salía del bar con un café calentito para la señora que dormía entre cartones en la calle que le llevaba al bus, se fue quedando dormido, soñando que, como decía mamá, los súper héroes, a veces no tienen poderes, sólo ganas de hacer el bien y ayudar a los demás.

miércoles, 25 de abril de 2018

CHOVIA

          Cada vez que la Muerte pasaba cerca de él, la escuchaba caminar por el pasillo, la olía, sentía su presencia oscura en la sala, e incluso, a veces, creía haber visto su reflejo en los cristales de la casa. La había oído tantas veces tras las puertas, que ya no se sorprendía que le visitase siempre que viajaba a ese pueblo.
La primera vez que vio a La Muerte claramente, fue cuando el frío del invierno hizo que un chico del pueblo se fuese con ella. Primero escuchó un sonido sordo y familiar, parecía provenir de su propia mente, pero el murmullo de voces entrecortadas venía de la sala. Charlaron sólo unos segundos, pero siempre recordaría su aspecto, su voz, para que no le pasase inadvertida nunca. Aquella noche, había terminado a las ocho, quería acostarse temprano para no tener problemas cuando madrugase al día siguiente. Fuera hacía treboada, el viento golpeaba árboles, y de un sólo golpe, abrió la puerta de la entrada. Él se apresuró a cerrarla para que la lluvia no mojase todo, pero cuando iba a encajar el cierre, se quedó parado, a sus espaldas volvió a escuchar las voces, el ambiente se volvió cargado. Olía a algo extraño, no era un olor que se podía distinguir, ni siquiera podía adivinar si era un olor real o algo que él mismo había imaginado. Cerró los ojos, ese olor le recordaba a algo, pero aún no sabía el qué. Le llevaba a historias lejanas, a momentos pasados, pero no lograba descifrar a cuál en especial. Sintió que no era la primera vez que se enfrentaba a ése olor, le era familiar pero nunca se había dado cuenta de él. Continuó con los ojos cerrados, olía a una mezcla de ahogo y paz, a miedo y tranquilidad, apretó los párpados pero no recordaba, y cuando iba a desistir, se acordó, ese era el olor del ambiente de los cementerios, el de las misas. Ese era el olor del aire el día en que, en sus brazos, había muerto su esposa. En ese momento no sintió algo definido: angustia, desesperación, llanto y después nada, tranquilidad, sosiego, un mar en calma después de aquella devastadora tormenta, No se dio cuenta entonces, pero ahora, ese olor que había sido almacenado en su mente, avisaba a su memoria para que recordase y estuviese alarmado.
Nervioso y confundido, terminó de cerrar la puerta con todas sus fuerzas, para que el viento no volviera a abrirla. Al darse la vuelta, descubrió en la madera del suelo, las huellas de unas pisadas de persona con los zapatos mojados por la borraxoia. Siguiéndolas, llegó hasta la chimenea, ahí el olor se hizo tan fuerte que sintió que no iba a poder resistirlo. Cesó entonces de golpe el extraño sonido, los gritos angustiados y lejanos. Un nudo se hizo en su garganta, le costaba respirar, la boca del estómago se estrechó, los ojos se le llenaron de lágrimas, y sintió que le pesaba el corazón, el olor era tan intenso que le llenaba las venas, pero aún así, le daba también una sensación de comodidad extraña. Sabía quien había entrado. En realidad, la había esperado durante mucho tiempo, y ahora, años después, se invitaba a su salón. Le costó un poco distinguir su figura, pero sintió su presencia desde el primer momento . Como el que siente la babuña cuando se resienten sus articulaciones. Agachada, junto al fuego, y de espaldas y había una silueta de mujer que extendía sus manos hacia la chimenea para calentarlas, unas manos blancas como la nieve, con unos dedos largos. Se sorprendió a sí mismo pues, sabía perfectamente quien era, y no estaba asustado. No habló, pero no fue porque tuviese miedo, si no porque no sabía qué decirle, las ganas de morir de antaño le había abandonado. Ella le miró, con unos ojos negro y bonitos. Se levantó lentamente y se acercó despacio a él, que ni se apartó ni trató de escapar. No se podría haber imaginado que tuviese apariencia de mujer, que fuese joven, y mucho menos que le pareciese agradable, pero lo cierto era que ese ser era el más dulce que había visto nunca. Tenía una piel blanca de porcelana perfecta y la mirada oscura que parecía verlo todo. Sonrió un poco con unos labios delgados y fríos. Llevaba el cabello recogido, y una capa de terciopelo negro que la tapaba entera, desde el cuello hasta los pies. Se paró junto a él, era de estatura pequeña, mucho más bajita que él, y eso que llevaba unos zapatos altos. Tampoco ella dijo nada, se quedaron mirándose en silencio, hasta que él encontró las palabras:
-¿Has venido a buscarme?
Ella sin perder la sonrisa suave, negó con la cabeza despacio. Parecía encantada con la situación. 
-Al chico del boticario
Su tatareo era meloso, acariciante. Y él se sorprendió tanto que la suya propia enronqueció de golpe y tuvo que carraspear un par de veces antes de volver a hablar.
-¿Tuberculosis?
-Meningitis.
-¿No puedes hacer nada? Tiene 7 años.
-Le advertí varias veces que se abrigase para jugar en la nieve. Pero ese chico es indómito, y no me hizo caso, ni siquiera cuando comenzaron las toses.
Su voz sonaba natural, hablaba despacio, articulaba bien las palabras y tenía un lenguaje correcto. Se acercó un poco a él, despacio, le acarició con sus manos blancas y frías la cara, y él sintió un escalofrío más intenso de su vida. No pudo evitar temblar un poco. Ella volvió a sonreír, pero quizás nunca había perdido esa sonrisa preciosa pero, viniendo de quien venía, quizás siniestra.
-Dejaste la ventana abierta.
El hombre se giró hacia la entrada, pero la puerta estaba tan bien cerrada como la había dejado antes. La volvió a mirar pero ella ya no estaba. Sintió frío en la espalda, ahora sí, la puerta estaba abierta: entraba el viento y la arroiada. Quizás se podría haber extrañado de comprobar que la puerta estaba abierta estando seguro de haberla visto cerrada, pero después de la visita de La Muerte, nada le sorprendió. Cerró la pesada madera de nuevo y subió a acostarse. Aquella noche, después de mucho tiempo, durmió tranquilo.

          Despertó de golpe, muchas noches después, con la sensación de frío en el cuerpo. había soñado que unas manos largas y blancas le acariciaban el pelo y después, antes de desaparecer, le tocaban la cara, como aquella extraña mujer lo había hecho de su casa. Desde que La Muerte le había visitado, no había dejado de pensar en ella. La vio en el entierro de don Matías, el boticario. Estaba de pie, lejos, oculta tras unos árboles, con la misma capa oscura, la misma piel blanca y los mismos ojos intensos que no se le iban de la mente. Estuvo mirándole todo el rato, con una expresión dulce. No se acercó, y desapareció tan misteriosamente como lo había hecho de su casa, sin dejar huella. Pero él supo que había estado en su casa, pues el aire traía esas mezcla de desesperación, angustia y calma. Ya no volvió a verla durante aquel día, ni en los días sucesivos, parecía que se había olvidado de él, hasta que aquella noche había soñado con sus caricias. Se sentó en la cama, olía aella y la ventana estaba abierta, entraba una fina barruñeira y un poco de aire fresco. La mecedora que había en su habitación, estaba cerca del lecho y todavía se movía despacio, como si se acabasen de levantar de ella, puede que por el leve viento...Se tocó la mejilla helada. La Muerte había estado vigilando sus sueños, y no sabía aún si eso era bueno o malo...







Pasaron más de seis meses antes de que volviese a verla. Durante ese tiempo, la había olido muchas veces, había escuchado sus pasos tras las puertas y, casi todas las noches, sentía sus dedos entre su pelo, acunandole, durmiendole y él, había descansado como un niño en brazos de su madre. Paseaba una mañana de verano por el mercado. Los días de zarracina y cebrisca habían quedado atrás y dejado paso una estación de sol radiante. Distinguió un rostro familiar entre la muchedumbre, que se perdió enseguida, pensó que su mente le había jugado una mala pasada, pues la había soñado tantas veces, pero luego lo volvió a ver, esos ojos inconfundibles que le miraban fijamente, y sus labios, sonriendo levemente, como siempre. Era plena luz del día, y sus ojos lucían como nunca bajo el sol. Tenía el cabello suelto, al fin podía verlo brillar sin esa capa de recia felpa, le sorprendió lo oscuro y brillante. Había cogido unas flores, estaban un poco moribundas (¿sería correcto utilizar esa palabra con ella?), se habían quedado mustias entre sus manos blancas. Llevaba un vestido, negro pero mucho más liviano que la toga de siempre, que había cambiado por un manton de flecos, que bien podría ser como cualquiera de los de las mujeres de la pobla. Sus botas de siempre, recias y negras, hacían ruido al andar, mientras se acercaba hasta él. Se paró a dos metros, él se acercó. Su belleza no rivalizaba con su misterio.
-¿Qué has venido hoy a hacer aquí?
-Pasear
El rostro de él se relajó. Ella le cogió del brazo. Sintió un frío atroz por unos segundos, pero luego se acostumbró. Andaron juntos por el mercado. Ella hablaba poco, pero le escuchaba atentamente. Él le contó su vida, aunque ella, todo lo sabía.
-¿La querías mucho, verdad?
A él le sorprendió la pregunta. Ni siquiera estaban hablando de su mujer. Pero lo que más le extrañó, es que no se sintió mal al recordarla.
-Mucho.
-Tuve que llevarmela. Estaba en la lista. Lo retrasé muchísimo. No estabas preparado.
-Nunca lo hubiese estado.
-No tuve otro remedio.
-¿Por qué tenemos que morir?
-Bueno, hay distintas explicaciones. Ninguna es la verdadera, o todas lo son. A veces es por justicia. Ya sabes, alguien daña a alguien y bueno, se decide que hay que llevárselo.
-¿Lo decides tú?
-¿Yo?, para nada. Sólo soy una parca, una enviada. Existe un consejo de sabias y sabios. Ellas y ellos deciden quienes se van y quienes se quedan. Intentan que haya justicia, pero siempre hay fallos.
-Hay niños pequeños que mueren, a veces a los pocos días o meses de vida.
-Lo sé. Muchos de ellos han nacido sin tener alma asignada, por tanto no deberían estar aquí. Sé que es duro, pero es así. Otras muertes son fallos del consejo, no son infalibles.
-¿A ella por qué te la llevaste?
-Es difícil de explicar. Las personas tenéis cosas que hacer aquí. Aprender y enseñar: respetar la naturaleza, ser amable, ser bueno con los demás, soñar, querer a alguien, sentirse amado. Y cuando sabes hacerlo todo, no tienes razón para estar aquí y te vas.
-Ella tenía muchas cosas por hacer.
-No, ella lo había hecho todo. Aprendió a cantar como nadie, era pura ternura con todo el mundo, su inteligencia era tal que trataba al bosque como si fuese su casa. Leía como nadie. Y te amaba sobre todas las cosas.
Intentó no llorar, pero no lo pudo evitar.
-No pude retenerla más. Pero te aseguro que está en un lugar mejor.
Respiró hondo, y decidió cambiar de tema. Ella miraba unas manzanas rojas mientras él le hablaba del bosque. Pagó una para cada uno. Él se la comió en cuatro bocados, ella jugó con la fruta, la olía, la tocaba, estaba realmente fascinada.
-Nunca te había imaginado así.-le dijo mientras se sentaban en un banco fuera de la plaza.
-¿Cómo me habías imaginado?
Ella parecía interesada y divertida. Supuso que imaginaría la respuesta.
-Así no. Vieja, arrugada, mala, triste, desolada. Supongo que es la imagen que tenemos de la muerte, si pensamos que es malo, tambien creeremos que la intermediaria es desagradable, supongo.
-Da igual la juventud o la belleza. Si que es verdad que estoy triste y sola.
Su rostro cambió y se ensombreció. Él se acercó un poco y la abrazó. La Muerte se dejó arropar por los brazos del campesino, que se dejó vencer por la tentación de besarla. Notó sus labios y su lengua fríos e inepertos, ella se dejó llevar por el beso. Empezaron a sonar las doce campanadas que marcaban el medio día. Ella se puso tensa, se separó de sus brazos. Parecía que el mundo había parado mientras se dejaba mimar, pero no era cierto. Él en cambio se acercó a ella, le acarició la cara


Aquella noche ella no apareció, ni a la noche siguiente ni a la otra, ni a la otra. Ni siquiera notó su presencia durante varios días. Tardó más de dos semanas en volver a su casa, y él la aguardaba siempre. Estaba cansado, no había podido dormir desde que ella no le guardaba la vigilia. Comía poco y trabajaba mucho, a fin de olvidar esos labios congelados que no se quitaba de la memoria y que había tapado todos los demás recuerdos. Leía sentado en la butaca, como todas las noches, el fuego estaba casi en ascuas. No entró por la puerta, ni por la ventana, simplemente apareció allí, justo delante de él, descalza y despeinada, un poco mojada, pues fuera había froallo nocturno. Llevaba un camisón fino y negro, nada más. Le apartó el grueso libro y se sentó en su regazo. Le tocó la cara con los dedos que parecían nácar. Le retiró el pelo de la frente.
-Pareces muy cansado.
Él no dijo nada, pero no dejó de mirarla, respiró hondo y se tranquilizó. La veía guapa e inalcanzable. Le daba miedo y paz. Ella comenzó a darle besos fríos en las mejillas, el cuello, los labios, los ojos...
-Vamos a dormir
Se lo susurró al oído y después se levantó y le tendió la mano. Él la acompañó hasta el dormitorio. Caminaron despacio. Se detuvieron delante de la cama. Fue ella la que le tomó a él la cara y la que le besó, lentamente en los labios. Él se dejó llevar por sus besos y por sus manos, que le desvistieron lentamente, tocándole la espalda y acariciandole el pecho, luego le empujó sobre la cama muy suave, ella se sentó sobre él y se quitó el camisón. Su cuerpo era blanco, frío y brillante, le recordó a una figura de plata. La tocaba todo el rato para asegurarse que era real. Se estremecía al sentir su cuerpo caliente contra el de ella helado.
Pasaron toda la noche juntos, y amaneció al día siguiente con pinta de que iba a caer cebrina, el cielo estaba grisáceo y el ambiente cargado. Aún parecía de noche. Él se despertó al primer canto del gallo, estaban abrazados, ella descansaba a su lado, blanca, helada y misteriosa. Le besó el pelo, que le olía a musgo fresco y la abrazó con más fuerza, deseó que ese momento no terminase nunca. Ella aún tardó un rato en despertar, pero cuando lo hizo, estaba tan dulce y apetecible que él no pudo hacer más que volver a besarla y atraparla entre sus brazos. Abrió los ojos despacio, pestañeó un par de veces y, al verle tumbado junto a ella, sonrió.
-¿Qué tal has dormido?
-Como un bendito
-¿Qué hora es?
-Hace un rato que cantó el gallo
Ella se sobresaltó, pero se quedó quieta por unos momentos, después le dijo que llegaba tarde, saltó de la cama y desapareció tras la puerta, dejando tras de si el silencio en toda la casa.
Apareció de nuevo ese mismo atardecer. No sonreía, la encontró más pálida de lo normal. Se acercó a él mientras cenaba. Le estuvo mirando largo rato en silencio, apoyada en la mesa, con la cabeza sobre los brazos, mirándole con sus dos ojos quietos y negros. Él comió despacio. Sabía lo que ella iba a decirle, pues el aire se había llenado de algo nuevo, el vino le había sabido un poco picado, como en las despedidas. Tenía los ojos muy brillantes, como si de un momento a otro fuesen a llorar. Decidió no andarse por las ramas:
-¿Te irás para siempre?
Ella, sin cambiar de postura asintió con un leve movimiento de cabeza. Él agachó la mirada, se había dado cuenta que la necesitaba, se había enamorado, pero tambien sabía que no tenía futuro, ¿qué le depararía el destino a un hombre que se había quedado prendado de la etraña belleza de la Muerte? Ella se acercó, y él se abrazó a su cintura. La Muerte le acarició la cabeza con dulzura.
-Nada malo va a pasarte a ti. De eso ya me he ocupado.
-Quiero estar contigo.
-No es posible.
-¿Qué va a pasarte a ti?,¿Cuando podré volver a verte?
-Cuando sea la hora, y aún quedan muchos años.
Cuando notó que él la abrazaba con más fuerza, decidió ser fuerte.
-Me tengo que ir ya.
La mirada de él, sus labios calientes, sus palabras, casi la hacen desfallecer, pero vio una sombra tras la puerta y comprendió que debía irse ya. Se deshizo como pudo de aquellos brazos de hierro que la habían sujetado con tanta firmeza aquella tarde, la otra noche, y la otra vez durante su paseo por el mercado. Desapareció de la habitación y fue hasta aquella penumbra grande. Agachó la cabeza, supo que le esperaba una reprimenda antes que el castigo que más temía.
-Deberías haber terminado antes.
-Lo siento.
-Ya sabes a donde te han llevado tus descuidos y tus despistes.
Ella asintió con la cabeza gacha. Él, Hades, dios del Inframundo, estaba furioso con ella, y lo iba a pagar caro.
-Vete a la casa de la esquinam hay un hombre que tiene sífilis. Tendríamos que haber terminado con ésto hace dos semanas, pero tú paseabas por el mercado y mientras, él sufría, ¿recuerdas para qué estamos aquí?
-Para evitar el sufrimiento y hacer justicia.
-¿Sabes lo que es la justicia? Anoche mataron a una joven en el monte, no lo merecía, aún no era su hora, ¿y tú dónde estabas? en la cama de ese hombre. Si hubieses aparecido, esos dos hombres hoy estarían en su juicio final, y yo no habría tenido que recibir la visita de aquella chica llorosa y asustada.
-Lo siento.
-Ya has dicho que lo sientes. No me sierve sentirlo, has de actuar, ¿qué te crees que es ésto? Tu estás aquí para traer a la gente a mi, no para enamorar a pobres desgraciados.
-Hicimos un trato.
-Claro que lo hicimos. Le dejaré tranquilo, pero tú me perteneces para siempre. No es un trato muy justo, pero lo acepté, así que tienes mi palabra, no le pasará nada, perecerá de muerte natural a la edad de ochenta y tres años, mientras duerma, soñando con los campos de Galicia. Nada de dolor, nada de sufrimiento.
La Muerte miró por su ventana, ya nunca volvería a verle hasta que tuviese que llevárselo, pero aún quedaba mucho tiempo. Le vio derrumbado en el sillón, con los ojos cerrados. Se le encogió el alma, si es que la tenía, y supo que le echaría de menos, que no le iba a olvidar durante lo que durase su castigo, toda la eternidad. Se puso la capucha de su capa y comenzó el ballón.

viernes, 26 de enero de 2018

MIEDO

La batalla había sido larga. Los soldados lucharon en una guerra sin tregua hasta la mañana en aquella tierra lejana y exótica. Después de caer el último guerrero persa y arrestar al rey Dario y a sus tropas, cantó el gallo.
En el poblado donde descansaban los griegos, todo el mundo esperaba a los militares con gran expectación para darles un recibimiento digno de campeones. Alejandro llegó el primero abriendo la comitiva final. La Cuadrilla Real estaba al completo y encabezándola se alzaba, imponentemente majestuoso, el Rey. Se adelantó a todos montando a caballo de su pura raza, el orgulloso Bucéfalo, que daría, años después, el nombre a Bucefalia, fundada sobre la tumba de ese jamelgo que se asemejaba a un buey, con la bravura de un toro y la dulzura de un unicornio. El griego acarició al caballo con el dorso de la mano, estaría tan cansado como ellos, pero no lo parecía, su noble corcel, que tanto le estaba durando, casi treinta años, y ojalá muchos más... Se quedó callado un momento, observando a sus soldados, bajó la montura, para ponerse al nivel de los milicianos. Inspiró aire, orgulloso de ellos, que le servían sin importunar. EL sol matutino puso unos rayos en su pelo tostado que deslumbró al que osó mirarle a los ojos, lo mismo que al estar ante un dios inmortal. Su mirada azul se iluminó, pero, quien le conocía, sabía que ocultaba algo, tras su media sonrisa, dedicada a sus hombres, algo enturbiaba el sabor del triunfo. Avanzó poco a poco con firmeza y seguridad, felicitó a sus tropas y se disculpó diciendo que quería descansar un rato pero les invitó a celebrarlo.

Ya en su tienda, se despojó de su armadura y se sentó en su lecho. Dos lágrimas redondas y transparentes salieron de sus ojos; uno celeste, otro azul noche. Volvía sentirse solo, como ayer, como casi siempre últimamente. Recordó días mejores en el Palacio de Pela, donde junto a Hefestión y el resto, jugaba con unos viejos soldados hechos de cerámica traídos por orden del rey Filipo desde Aloro. Eran tan sólo dos niños que no tenían conciencia de la vida dura que les esperaba, eran felices y libres, sus risas llenaban el patio: 
    -¡Ríndete cobarde!
    -¡Eso nunca!
Miró la coraza de oro que yacía en el suelo, donde la había dejado, le recordó a un soldado muerto, tirado, olvidado.
    -Ríndete, Alejandro.-Se dijo susurrando.
Limpió las lágrimas que habían rodado por las mejillas. El rey no puede llorar.  Nunca. Lo decía su padre.Su padre, recto y siempre infeliz. Jamás había llorado, jamás, ni cuando murió en sus brazos, asesinado por...¿quién se atrevió a asesinar a Filipo II?
Sus recuerdos volvieron a volar por su mente hasta pararse en su maestro, su magnífico maestro; el sabio Aristóteles, la persona que más le ha enseñado sobre gobernar, sobre la verdad, sobre el mundo, sobre el hombre, sobre él mismo, sobre todo lo importante, incluso sobre las cosas que Alejandro pensaba que eran insustanciales. Recordó sus años de adolescente en Mieza, donde el filósofo reunía a sus alumnos para preguntarles sobre las guerras, los dioses, la vida. Les hacía reflexionar en quienes eran realmente, hijos de quién, de dónde venían y hacia dónde iban, pero sobre todo les enseñó que bajo esas caras ropas, bajo esa fachada de aristócratas, quitando sus raíces, todos eran hombres y todos tenían que ser respetados como iguales, había algo, lo único que les quedaba después de todo, el alma. Esa era una lección que el Rey parecía haber olvidado, pero ahora, llorando en su lecho, recordaba, todos somos hombres, todos tenemos alma, es lo que queda debajo de todo lo que nos echan encima, y sentir que no tienes alma, Alejandro, crea mucha incertidumbre y mucho MIEDO ... Aristóteles era ya un recuerdo en la mente de Alejandro, difuminado por la dura corrosión del tiempo. Siempre se recordaría de la misma escena, aquella tarde de lluvia...
El maestro estaba de pie frente a ellos, que se estiraban en la hierba, comían uvas mientras le oían, mientras cerca, sin ser vista por el resto, pero si por Alejandro, detrás de los olivos, Baiasca escuchaba atenta, y después, comentaría con el joven príncipe la lección entusiasmada. Aristóteles era un hombre moreno, alto, seco, de porte erguido, de ademanes estudiados y muy seguro al andar. Siempre que daba clases fuera estaba descalzo, para sentir la fuerza de la tierra, decía. Formuló la pregunta más poderosa que Alejandro había escuchado nunca:
    -Y pregunto yo, ¿en qué puede pensar una divinidad, un acto puro, para no cambiar nunca de pensamiento?
Les miró a los cuatro, la pregunta no tenía respuesta aparente, pero confiaba en los jóvenes alumnos, algunos más inteligentes a sus trece años que lo que llegarían a ser jamás sus progenitores. Tenía delante a una juventud inteligente, de ideales fuertes. Reparó en Filotas, callado y tranquilo, alerta pero taimado, como un sabio militar. El hijo del general Parmenión bajó la vista admitiendo su derrota. Luego le tocó el turno a Hefestión, el menos aplicado, el más rebelde, que estaba más pendiente de las hormigas que se le subían a las sandalias que de la clase de filosofía.
    -¿Cuál era la pregunta, maestro?
Después a Pérdicas que, embobado, le miraba también, siempre asombrado y entusiasmado por la sabiduría del griego:
    -Díganos la respuesta usted, maestro.
Finalmente, antes de dar la solución él, reparaba el el príncipe. Alejandro le sustubo la mirada, Aristóteles reconocía perfectamente en él dos naturalezas, la tranquila y la salvaje, la del joven culto y la del bárbaro guerrero.
    -Usted nos ha recordado muchas veces que la divinidad o acto puro, como la llamamos, nunca cambia, ya que es perfecta, entonces, supongo que piensa en ella misma, ya que es la perfección, maestro.
Una media sonrisa escapó de los labios finos del filósofo, sus pensamientos siempre concluían en lo mismo: Alejandro tiene la inteligencia y los rasgos de un rey, del gran rey que él deseaba para unir Grecia, del Rey justo que necesitaban los hombres.

Notó Alejandro una presencia en su alcoba, abrió los ojos, no deseaba ver a nadie, pero frente a la entrada, Baiasca, con sus ojos verdes y tristes, esperaba con una bandeja de plata. La dejó pasar. Llevaba el cabello negro y rizado suelo a la espalda y el peplo blanco que él le había regalado el día que lloró y lloró porque le habían dicho las damas de compañía de su hermana que los esclavos no tenían aniversario.

    -Toma y no llores.-le dijo el futuro rey, que sólo contaba con quince años, entregándole una túnica de seda oriental.-El  Mediterráneo de tus ojos se vuelve un océano, y no es tan bonito. Las chicas listas no le hacen caso a las tontas.
La esclava dejó de llorar y aferró con fuerza la tela a su pecho, la prenda que tocó su piel con una caricia fresca hizo que se le erizase la piel. Paseó toda la mañana delante de os espejos del palacio, dando vueltas sobre si misma, levantando envidias y mirando esa imagen de princesa que le devolvían los cristales. Alejandro le había sugerido que eligiese ella misma un cumpleaños, y ese día, el solsticio de verano, había 'cumplido' catorce años, y desde entonces, no había sabido mirar al príncipe sin ternura.

    -Mi señor, los soldados dicen que ha sido una sangrienta batalla y que en varias ocasiones han temido por tu vida.-dejó sobre la mesa el Bocado del Néstor, desayuno eterno del Rey.
    -No me gusta que escuches tras las tiendas.
   -Lo sé, mi señor, sin embargo quise asegurarme que te encontrabas bien, como tampoco has querido celebrar el triunfo,...
Alejandro tomó algo de pan, ella se sentó delante de él, en el suelo. Le miró a los ojos, los tenía del mismo verde con que el Mediterráneo teñía sus batallas. Siempre confiaba en ella, era discreta, leal e inteligente, si hubiese nacido hombre, nadie le habría negado ser Asesor Real, sin embargo, a la condición de esclava, se le sumaba ser mujer, ni Alejandro había podido luchar...En las sombras, todo se lo contaba a ella. Sintió deseos de abrazarla, pero como siempre, el protocolo chocaba con sus deseos y no dejaba que tocase a sus criados.
    -¿Has estado llorando, mi señor?
Con el pañuelo que ella le tendía se secó los ojos. Volvió a mirarla fijamente, podía confiar en ella, debía contarle sus miedos.
    -Siempre he podido volcar en ti mis dudas, tracia.-ella sonrió, él muchas veces la llamaba por su gentilicio- Cuando nací, mi madre supo que estaba embarazada porque soñó con mi nacimiento, en ese sueño, una ráfaga de viento le trajo mi nombre: Alèxandros. Años más tarde, yo mismo soñé que el Gran Toro de Macedonia, caía en una plaza abandonada y solitaria. Una semana después, Filipo, mi padre, moría asesinado y solo en la boda de mi hermana, ¿recuerdas? se le escapó el último aliento cuando pude llegar a su lado, ¡pobre Aristóteles, morirá intentando encontrar al asesino! Después, mis extraños sueños sobre los dos soles, los dos Alejandros, uno que perecía en el intento de alcanzar el astro de Occidente, el marido de mi hermana, mi tío Alejandro, entonces el otro Alejandro, lograba conquistar el sol de Oriente, ¿no te das cuenta? ¡igual que la realidad! Alejandro de Epiro murió intentando conquistar las tierras del oeste, mientras yo logré la gloria. Más tarde, Morfeo, Dios y señor de lo onírico, me trajeron a éstas lejanas tierras de Asia, batiéndome en duelo contra Memnón, y mírame, se ha cumplido. Mi gran temor es mi último sueño, en el que un extraño brujo predice que después de combatir a Dario, Señor de los Persas, El sol se pondrá. Baiasca, soñé con la muerte de mi padre, la de Memnón, la de Darío, y la de Alejandro del Epiro,...
Los ojos de ella se llenaron de lágrimas y su rostro se ensombreció. Sus labios temblaron, imposibles de articular palabra.
    -Yo pensé que te pondrías muy contenta, al morir yo, tu quedarás en libertad y puedo asegurarte que nada te faltará mientras vivas, tu fidelidad ha de ser saldada.
   -¿Es que no comprendes, mi señor? necesito ésta vida, te necesito a mi lado, nuestras charlas, confidencias, tus sonrisas, no imagino que sería de mi sin ti. He podido escapar muchas veces, me has dejado ir libremente por todas partes, y yo siempre he vuelto.
Hubo un gran silencio. ¿Quien le iba a decir que la esclava que un día rescató de una muerte segura en el Monte Pangeo iba a ser su más fiel seguidora? Ella le miró, en la frente, el Rey lucía una cinta de plata. Sus ojos seguían teniendo la misma llama ardiente que un día siendo aún dos niños, la cautivó para siempre. Se acercó un poco a él, dudó al intentar tocarle el rostro, acarició sus cabellos tostados, como la arena de su playa del Egeo. Suspiró Alejandro, sintiendose seguro por primera vez en mucho tiempo.
    -¿Recuerdas nuestros días en Mieza?
    -Claro, mi señor. Siempre me amparabas de las bromas de los chicos, cuidabas de mi, me tratabas mejor que a una princesa.
    -Fueron tambien los mejores días de mi vida, y la primera vez que sentí miedo, noté que la infancia se me escapaba de las manos con la misma facilidad que un puñado de sal entre los dedos, y tuve MIEDO. Hoy he vuelto a sentirlo.
     -Recuerdo aquella noche. Yo espiaba tras las puertas y corrí a ti. Me preguntaste si creía que ibas a ser un gran rey, me confesaste que no querías crecer y te dormiste en mis brazos.
    -Me asaltaron las dudas, nunca quise ésta corona, ni lo que conlleva, ni lo que significa. Nadie me preguntó, simplemente era para mi. Ahora, de nuevo, vuelvo a dudas, no quiero morir hoy.
    -Nunca has tenido MIEDO a la muerte, ¿qué turba al hombre más poderoso del mundo?
    -Temo a la memoria, a la gente, ¿cómo se me reconocerá a mi muerte?, o es que seré olvidado? Deseo la verdad, pero sé que su veneno puede llegar a matarme.
    -Nunca serás un rey temido, nunca un rey tirano. Has conseguido gobernar en polis que tienen creencias distintas, has respetado tradiciones, dinastías, costumbres, te has casado con mujeres de otras culturas, has probado comidas inimaginables para los griegos, has danzado al son de los tambores de tus conquistados. No has pisoteado religiones ni creencias.
    -No has ido al campo de batalla. Deberías ver con mis ojos, o con los ojos de las viudas o madres de los soldados asesinados.
    -Las guerras son crueles, no puedes culparte.
    -Eso precisamente es lo que yo pensaba, hasta hoy. Matar o morir, Alejandro, matar o morir. Pero, ¿qué he sacado a cambio?
    -Eres dueño y señor de Macedonia, Grecia y toda la tierra del Sol naciente. EL conquistador más grande que ha visto el mundo conocido. Has fundado miles de ciudades, desde el valle del Indo hasta Egipto, dónde tu Alejandría, soberbia y rica en cultura y mestizaje, representa la culmen de tu poder. Rey de cuanto te rodea, y no cuentas aún con treinta años.
    -Unos estadios más de tierra. Quise conquistar el mundo y ahora, me siento acabado. Me preocupa más la historia que mi propia muerte. Seré olvidado.
    -Yo sé que no, mi señor, serás recordado, y los maestros explicarán sus hazañas en las clases de historia, y los niños querrán ser igual que tú. Serás su héroe.
    -Alejandro el Tirano, Rey de los Sueños Imposibles, ¡Alejandro Acabado!- dijo poniéndose en pié.
    -Alejandro III de Macedonia, Rey del Mundo Conocido, ¡Alejandro el Grande!- Y Baiasca se levantó y se puso frente a él, mirándole desafiante.
El Rey sonrió levemente. La atrajo hacia él y por fin desató el impulso de abrazarla, y sintió que entre esos brazos frágiles, Alejandro, Rey de los Sueños Imposibles, estaba salvado, había vencido al MIEDO. Ya podía venir la muerte a buscarle.