viernes, 26 de enero de 2018

MIEDO

La batalla había sido larga. Los soldados lucharon en una guerra sin tregua hasta la mañana en aquella tierra lejana y exótica. Después de caer el último guerrero persa y arrestar al rey Dario y a sus tropas, cantó el gallo.
En el poblado donde descansaban los griegos, todo el mundo esperaba a los militares con gran expectación para darles un recibimiento digno de campeones. Alejandro llegó el primero abriendo la comitiva final. La Cuadrilla Real estaba al completo y encabezándola se alzaba, imponentemente majestuoso, el Rey. Se adelantó a todos montando a caballo de su pura raza, el orgulloso Bucéfalo, que daría, años después, el nombre a Bucefalia, fundada sobre la tumba de ese jamelgo que se asemejaba a un buey, con la bravura de un toro y la dulzura de un unicornio. El griego acarició al caballo con el dorso de la mano, estaría tan cansado como ellos, pero no lo parecía, su noble corcel, que tanto le estaba durando, casi treinta años, y ojalá muchos más... Se quedó callado un momento, observando a sus soldados, bajó la montura, para ponerse al nivel de los milicianos. Inspiró aire, orgulloso de ellos, que le servían sin importunar. EL sol matutino puso unos rayos en su pelo tostado que deslumbró al que osó mirarle a los ojos, lo mismo que al estar ante un dios inmortal. Su mirada azul se iluminó, pero, quien le conocía, sabía que ocultaba algo, tras su media sonrisa, dedicada a sus hombres, algo enturbiaba el sabor del triunfo. Avanzó poco a poco con firmeza y seguridad, felicitó a sus tropas y se disculpó diciendo que quería descansar un rato pero les invitó a celebrarlo.

Ya en su tienda, se despojó de su armadura y se sentó en su lecho. Dos lágrimas redondas y transparentes salieron de sus ojos; uno celeste, otro azul noche. Volvía sentirse solo, como ayer, como casi siempre últimamente. Recordó días mejores en el Palacio de Pela, donde junto a Hefestión y el resto, jugaba con unos viejos soldados hechos de cerámica traídos por orden del rey Filipo desde Aloro. Eran tan sólo dos niños que no tenían conciencia de la vida dura que les esperaba, eran felices y libres, sus risas llenaban el patio: 
    -¡Ríndete cobarde!
    -¡Eso nunca!
Miró la coraza de oro que yacía en el suelo, donde la había dejado, le recordó a un soldado muerto, tirado, olvidado.
    -Ríndete, Alejandro.-Se dijo susurrando.
Limpió las lágrimas que habían rodado por las mejillas. El rey no puede llorar.  Nunca. Lo decía su padre.Su padre, recto y siempre infeliz. Jamás había llorado, jamás, ni cuando murió en sus brazos, asesinado por...¿quién se atrevió a asesinar a Filipo II?
Sus recuerdos volvieron a volar por su mente hasta pararse en su maestro, su magnífico maestro; el sabio Aristóteles, la persona que más le ha enseñado sobre gobernar, sobre la verdad, sobre el mundo, sobre el hombre, sobre él mismo, sobre todo lo importante, incluso sobre las cosas que Alejandro pensaba que eran insustanciales. Recordó sus años de adolescente en Mieza, donde el filósofo reunía a sus alumnos para preguntarles sobre las guerras, los dioses, la vida. Les hacía reflexionar en quienes eran realmente, hijos de quién, de dónde venían y hacia dónde iban, pero sobre todo les enseñó que bajo esas caras ropas, bajo esa fachada de aristócratas, quitando sus raíces, todos eran hombres y todos tenían que ser respetados como iguales, había algo, lo único que les quedaba después de todo, el alma. Esa era una lección que el Rey parecía haber olvidado, pero ahora, llorando en su lecho, recordaba, todos somos hombres, todos tenemos alma, es lo que queda debajo de todo lo que nos echan encima, y sentir que no tienes alma, Alejandro, crea mucha incertidumbre y mucho MIEDO ... Aristóteles era ya un recuerdo en la mente de Alejandro, difuminado por la dura corrosión del tiempo. Siempre se recordaría de la misma escena, aquella tarde de lluvia...
El maestro estaba de pie frente a ellos, que se estiraban en la hierba, comían uvas mientras le oían, mientras cerca, sin ser vista por el resto, pero si por Alejandro, detrás de los olivos, Baiasca escuchaba atenta, y después, comentaría con el joven príncipe la lección entusiasmada. Aristóteles era un hombre moreno, alto, seco, de porte erguido, de ademanes estudiados y muy seguro al andar. Siempre que daba clases fuera estaba descalzo, para sentir la fuerza de la tierra, decía. Formuló la pregunta más poderosa que Alejandro había escuchado nunca:
    -Y pregunto yo, ¿en qué puede pensar una divinidad, un acto puro, para no cambiar nunca de pensamiento?
Les miró a los cuatro, la pregunta no tenía respuesta aparente, pero confiaba en los jóvenes alumnos, algunos más inteligentes a sus trece años que lo que llegarían a ser jamás sus progenitores. Tenía delante a una juventud inteligente, de ideales fuertes. Reparó en Filotas, callado y tranquilo, alerta pero taimado, como un sabio militar. El hijo del general Parmenión bajó la vista admitiendo su derrota. Luego le tocó el turno a Hefestión, el menos aplicado, el más rebelde, que estaba más pendiente de las hormigas que se le subían a las sandalias que de la clase de filosofía.
    -¿Cuál era la pregunta, maestro?
Después a Pérdicas que, embobado, le miraba también, siempre asombrado y entusiasmado por la sabiduría del griego:
    -Díganos la respuesta usted, maestro.
Finalmente, antes de dar la solución él, reparaba el el príncipe. Alejandro le sustubo la mirada, Aristóteles reconocía perfectamente en él dos naturalezas, la tranquila y la salvaje, la del joven culto y la del bárbaro guerrero.
    -Usted nos ha recordado muchas veces que la divinidad o acto puro, como la llamamos, nunca cambia, ya que es perfecta, entonces, supongo que piensa en ella misma, ya que es la perfección, maestro.
Una media sonrisa escapó de los labios finos del filósofo, sus pensamientos siempre concluían en lo mismo: Alejandro tiene la inteligencia y los rasgos de un rey, del gran rey que él deseaba para unir Grecia, del Rey justo que necesitaban los hombres.

Notó Alejandro una presencia en su alcoba, abrió los ojos, no deseaba ver a nadie, pero frente a la entrada, Baiasca, con sus ojos verdes y tristes, esperaba con una bandeja de plata. La dejó pasar. Llevaba el cabello negro y rizado suelo a la espalda y el peplo blanco que él le había regalado el día que lloró y lloró porque le habían dicho las damas de compañía de su hermana que los esclavos no tenían aniversario.

    -Toma y no llores.-le dijo el futuro rey, que sólo contaba con quince años, entregándole una túnica de seda oriental.-El  Mediterráneo de tus ojos se vuelve un océano, y no es tan bonito. Las chicas listas no le hacen caso a las tontas.
La esclava dejó de llorar y aferró con fuerza la tela a su pecho, la prenda que tocó su piel con una caricia fresca hizo que se le erizase la piel. Paseó toda la mañana delante de os espejos del palacio, dando vueltas sobre si misma, levantando envidias y mirando esa imagen de princesa que le devolvían los cristales. Alejandro le había sugerido que eligiese ella misma un cumpleaños, y ese día, el solsticio de verano, había 'cumplido' catorce años, y desde entonces, no había sabido mirar al príncipe sin ternura.

    -Mi señor, los soldados dicen que ha sido una sangrienta batalla y que en varias ocasiones han temido por tu vida.-dejó sobre la mesa el Bocado del Néstor, desayuno eterno del Rey.
    -No me gusta que escuches tras las tiendas.
   -Lo sé, mi señor, sin embargo quise asegurarme que te encontrabas bien, como tampoco has querido celebrar el triunfo,...
Alejandro tomó algo de pan, ella se sentó delante de él, en el suelo. Le miró a los ojos, los tenía del mismo verde con que el Mediterráneo teñía sus batallas. Siempre confiaba en ella, era discreta, leal e inteligente, si hubiese nacido hombre, nadie le habría negado ser Asesor Real, sin embargo, a la condición de esclava, se le sumaba ser mujer, ni Alejandro había podido luchar...En las sombras, todo se lo contaba a ella. Sintió deseos de abrazarla, pero como siempre, el protocolo chocaba con sus deseos y no dejaba que tocase a sus criados.
    -¿Has estado llorando, mi señor?
Con el pañuelo que ella le tendía se secó los ojos. Volvió a mirarla fijamente, podía confiar en ella, debía contarle sus miedos.
    -Siempre he podido volcar en ti mis dudas, tracia.-ella sonrió, él muchas veces la llamaba por su gentilicio- Cuando nací, mi madre supo que estaba embarazada porque soñó con mi nacimiento, en ese sueño, una ráfaga de viento le trajo mi nombre: Alèxandros. Años más tarde, yo mismo soñé que el Gran Toro de Macedonia, caía en una plaza abandonada y solitaria. Una semana después, Filipo, mi padre, moría asesinado y solo en la boda de mi hermana, ¿recuerdas? se le escapó el último aliento cuando pude llegar a su lado, ¡pobre Aristóteles, morirá intentando encontrar al asesino! Después, mis extraños sueños sobre los dos soles, los dos Alejandros, uno que perecía en el intento de alcanzar el astro de Occidente, el marido de mi hermana, mi tío Alejandro, entonces el otro Alejandro, lograba conquistar el sol de Oriente, ¿no te das cuenta? ¡igual que la realidad! Alejandro de Epiro murió intentando conquistar las tierras del oeste, mientras yo logré la gloria. Más tarde, Morfeo, Dios y señor de lo onírico, me trajeron a éstas lejanas tierras de Asia, batiéndome en duelo contra Memnón, y mírame, se ha cumplido. Mi gran temor es mi último sueño, en el que un extraño brujo predice que después de combatir a Dario, Señor de los Persas, El sol se pondrá. Baiasca, soñé con la muerte de mi padre, la de Memnón, la de Darío, y la de Alejandro del Epiro,...
Los ojos de ella se llenaron de lágrimas y su rostro se ensombreció. Sus labios temblaron, imposibles de articular palabra.
    -Yo pensé que te pondrías muy contenta, al morir yo, tu quedarás en libertad y puedo asegurarte que nada te faltará mientras vivas, tu fidelidad ha de ser saldada.
   -¿Es que no comprendes, mi señor? necesito ésta vida, te necesito a mi lado, nuestras charlas, confidencias, tus sonrisas, no imagino que sería de mi sin ti. He podido escapar muchas veces, me has dejado ir libremente por todas partes, y yo siempre he vuelto.
Hubo un gran silencio. ¿Quien le iba a decir que la esclava que un día rescató de una muerte segura en el Monte Pangeo iba a ser su más fiel seguidora? Ella le miró, en la frente, el Rey lucía una cinta de plata. Sus ojos seguían teniendo la misma llama ardiente que un día siendo aún dos niños, la cautivó para siempre. Se acercó un poco a él, dudó al intentar tocarle el rostro, acarició sus cabellos tostados, como la arena de su playa del Egeo. Suspiró Alejandro, sintiendose seguro por primera vez en mucho tiempo.
    -¿Recuerdas nuestros días en Mieza?
    -Claro, mi señor. Siempre me amparabas de las bromas de los chicos, cuidabas de mi, me tratabas mejor que a una princesa.
    -Fueron tambien los mejores días de mi vida, y la primera vez que sentí miedo, noté que la infancia se me escapaba de las manos con la misma facilidad que un puñado de sal entre los dedos, y tuve MIEDO. Hoy he vuelto a sentirlo.
     -Recuerdo aquella noche. Yo espiaba tras las puertas y corrí a ti. Me preguntaste si creía que ibas a ser un gran rey, me confesaste que no querías crecer y te dormiste en mis brazos.
    -Me asaltaron las dudas, nunca quise ésta corona, ni lo que conlleva, ni lo que significa. Nadie me preguntó, simplemente era para mi. Ahora, de nuevo, vuelvo a dudas, no quiero morir hoy.
    -Nunca has tenido MIEDO a la muerte, ¿qué turba al hombre más poderoso del mundo?
    -Temo a la memoria, a la gente, ¿cómo se me reconocerá a mi muerte?, o es que seré olvidado? Deseo la verdad, pero sé que su veneno puede llegar a matarme.
    -Nunca serás un rey temido, nunca un rey tirano. Has conseguido gobernar en polis que tienen creencias distintas, has respetado tradiciones, dinastías, costumbres, te has casado con mujeres de otras culturas, has probado comidas inimaginables para los griegos, has danzado al son de los tambores de tus conquistados. No has pisoteado religiones ni creencias.
    -No has ido al campo de batalla. Deberías ver con mis ojos, o con los ojos de las viudas o madres de los soldados asesinados.
    -Las guerras son crueles, no puedes culparte.
    -Eso precisamente es lo que yo pensaba, hasta hoy. Matar o morir, Alejandro, matar o morir. Pero, ¿qué he sacado a cambio?
    -Eres dueño y señor de Macedonia, Grecia y toda la tierra del Sol naciente. EL conquistador más grande que ha visto el mundo conocido. Has fundado miles de ciudades, desde el valle del Indo hasta Egipto, dónde tu Alejandría, soberbia y rica en cultura y mestizaje, representa la culmen de tu poder. Rey de cuanto te rodea, y no cuentas aún con treinta años.
    -Unos estadios más de tierra. Quise conquistar el mundo y ahora, me siento acabado. Me preocupa más la historia que mi propia muerte. Seré olvidado.
    -Yo sé que no, mi señor, serás recordado, y los maestros explicarán sus hazañas en las clases de historia, y los niños querrán ser igual que tú. Serás su héroe.
    -Alejandro el Tirano, Rey de los Sueños Imposibles, ¡Alejandro Acabado!- dijo poniéndose en pié.
    -Alejandro III de Macedonia, Rey del Mundo Conocido, ¡Alejandro el Grande!- Y Baiasca se levantó y se puso frente a él, mirándole desafiante.
El Rey sonrió levemente. La atrajo hacia él y por fin desató el impulso de abrazarla, y sintió que entre esos brazos frágiles, Alejandro, Rey de los Sueños Imposibles, estaba salvado, había vencido al MIEDO. Ya podía venir la muerte a buscarle.