miércoles, 25 de abril de 2018

CHOVIA

          Cada vez que la Muerte pasaba cerca de él, la escuchaba caminar por el pasillo, la olía, sentía su presencia oscura en la sala, e incluso, a veces, creía haber visto su reflejo en los cristales de la casa. La había oído tantas veces tras las puertas, que ya no se sorprendía que le visitase siempre que viajaba a ese pueblo.
La primera vez que vio a La Muerte claramente, fue cuando el frío del invierno hizo que un chico del pueblo se fuese con ella. Primero escuchó un sonido sordo y familiar, parecía provenir de su propia mente, pero el murmullo de voces entrecortadas venía de la sala. Charlaron sólo unos segundos, pero siempre recordaría su aspecto, su voz, para que no le pasase inadvertida nunca. Aquella noche, había terminado a las ocho, quería acostarse temprano para no tener problemas cuando madrugase al día siguiente. Fuera hacía treboada, el viento golpeaba árboles, y de un sólo golpe, abrió la puerta de la entrada. Él se apresuró a cerrarla para que la lluvia no mojase todo, pero cuando iba a encajar el cierre, se quedó parado, a sus espaldas volvió a escuchar las voces, el ambiente se volvió cargado. Olía a algo extraño, no era un olor que se podía distinguir, ni siquiera podía adivinar si era un olor real o algo que él mismo había imaginado. Cerró los ojos, ese olor le recordaba a algo, pero aún no sabía el qué. Le llevaba a historias lejanas, a momentos pasados, pero no lograba descifrar a cuál en especial. Sintió que no era la primera vez que se enfrentaba a ése olor, le era familiar pero nunca se había dado cuenta de él. Continuó con los ojos cerrados, olía a una mezcla de ahogo y paz, a miedo y tranquilidad, apretó los párpados pero no recordaba, y cuando iba a desistir, se acordó, ese era el olor del ambiente de los cementerios, el de las misas. Ese era el olor del aire el día en que, en sus brazos, había muerto su esposa. En ese momento no sintió algo definido: angustia, desesperación, llanto y después nada, tranquilidad, sosiego, un mar en calma después de aquella devastadora tormenta, No se dio cuenta entonces, pero ahora, ese olor que había sido almacenado en su mente, avisaba a su memoria para que recordase y estuviese alarmado.
Nervioso y confundido, terminó de cerrar la puerta con todas sus fuerzas, para que el viento no volviera a abrirla. Al darse la vuelta, descubrió en la madera del suelo, las huellas de unas pisadas de persona con los zapatos mojados por la borraxoia. Siguiéndolas, llegó hasta la chimenea, ahí el olor se hizo tan fuerte que sintió que no iba a poder resistirlo. Cesó entonces de golpe el extraño sonido, los gritos angustiados y lejanos. Un nudo se hizo en su garganta, le costaba respirar, la boca del estómago se estrechó, los ojos se le llenaron de lágrimas, y sintió que le pesaba el corazón, el olor era tan intenso que le llenaba las venas, pero aún así, le daba también una sensación de comodidad extraña. Sabía quien había entrado. En realidad, la había esperado durante mucho tiempo, y ahora, años después, se invitaba a su salón. Le costó un poco distinguir su figura, pero sintió su presencia desde el primer momento . Como el que siente la babuña cuando se resienten sus articulaciones. Agachada, junto al fuego, y de espaldas y había una silueta de mujer que extendía sus manos hacia la chimenea para calentarlas, unas manos blancas como la nieve, con unos dedos largos. Se sorprendió a sí mismo pues, sabía perfectamente quien era, y no estaba asustado. No habló, pero no fue porque tuviese miedo, si no porque no sabía qué decirle, las ganas de morir de antaño le había abandonado. Ella le miró, con unos ojos negro y bonitos. Se levantó lentamente y se acercó despacio a él, que ni se apartó ni trató de escapar. No se podría haber imaginado que tuviese apariencia de mujer, que fuese joven, y mucho menos que le pareciese agradable, pero lo cierto era que ese ser era el más dulce que había visto nunca. Tenía una piel blanca de porcelana perfecta y la mirada oscura que parecía verlo todo. Sonrió un poco con unos labios delgados y fríos. Llevaba el cabello recogido, y una capa de terciopelo negro que la tapaba entera, desde el cuello hasta los pies. Se paró junto a él, era de estatura pequeña, mucho más bajita que él, y eso que llevaba unos zapatos altos. Tampoco ella dijo nada, se quedaron mirándose en silencio, hasta que él encontró las palabras:
-¿Has venido a buscarme?
Ella sin perder la sonrisa suave, negó con la cabeza despacio. Parecía encantada con la situación. 
-Al chico del boticario
Su tatareo era meloso, acariciante. Y él se sorprendió tanto que la suya propia enronqueció de golpe y tuvo que carraspear un par de veces antes de volver a hablar.
-¿Tuberculosis?
-Meningitis.
-¿No puedes hacer nada? Tiene 7 años.
-Le advertí varias veces que se abrigase para jugar en la nieve. Pero ese chico es indómito, y no me hizo caso, ni siquiera cuando comenzaron las toses.
Su voz sonaba natural, hablaba despacio, articulaba bien las palabras y tenía un lenguaje correcto. Se acercó un poco a él, despacio, le acarició con sus manos blancas y frías la cara, y él sintió un escalofrío más intenso de su vida. No pudo evitar temblar un poco. Ella volvió a sonreír, pero quizás nunca había perdido esa sonrisa preciosa pero, viniendo de quien venía, quizás siniestra.
-Dejaste la ventana abierta.
El hombre se giró hacia la entrada, pero la puerta estaba tan bien cerrada como la había dejado antes. La volvió a mirar pero ella ya no estaba. Sintió frío en la espalda, ahora sí, la puerta estaba abierta: entraba el viento y la arroiada. Quizás se podría haber extrañado de comprobar que la puerta estaba abierta estando seguro de haberla visto cerrada, pero después de la visita de La Muerte, nada le sorprendió. Cerró la pesada madera de nuevo y subió a acostarse. Aquella noche, después de mucho tiempo, durmió tranquilo.

          Despertó de golpe, muchas noches después, con la sensación de frío en el cuerpo. había soñado que unas manos largas y blancas le acariciaban el pelo y después, antes de desaparecer, le tocaban la cara, como aquella extraña mujer lo había hecho de su casa. Desde que La Muerte le había visitado, no había dejado de pensar en ella. La vio en el entierro de don Matías, el boticario. Estaba de pie, lejos, oculta tras unos árboles, con la misma capa oscura, la misma piel blanca y los mismos ojos intensos que no se le iban de la mente. Estuvo mirándole todo el rato, con una expresión dulce. No se acercó, y desapareció tan misteriosamente como lo había hecho de su casa, sin dejar huella. Pero él supo que había estado en su casa, pues el aire traía esas mezcla de desesperación, angustia y calma. Ya no volvió a verla durante aquel día, ni en los días sucesivos, parecía que se había olvidado de él, hasta que aquella noche había soñado con sus caricias. Se sentó en la cama, olía aella y la ventana estaba abierta, entraba una fina barruñeira y un poco de aire fresco. La mecedora que había en su habitación, estaba cerca del lecho y todavía se movía despacio, como si se acabasen de levantar de ella, puede que por el leve viento...Se tocó la mejilla helada. La Muerte había estado vigilando sus sueños, y no sabía aún si eso era bueno o malo...







Pasaron más de seis meses antes de que volviese a verla. Durante ese tiempo, la había olido muchas veces, había escuchado sus pasos tras las puertas y, casi todas las noches, sentía sus dedos entre su pelo, acunandole, durmiendole y él, había descansado como un niño en brazos de su madre. Paseaba una mañana de verano por el mercado. Los días de zarracina y cebrisca habían quedado atrás y dejado paso una estación de sol radiante. Distinguió un rostro familiar entre la muchedumbre, que se perdió enseguida, pensó que su mente le había jugado una mala pasada, pues la había soñado tantas veces, pero luego lo volvió a ver, esos ojos inconfundibles que le miraban fijamente, y sus labios, sonriendo levemente, como siempre. Era plena luz del día, y sus ojos lucían como nunca bajo el sol. Tenía el cabello suelto, al fin podía verlo brillar sin esa capa de recia felpa, le sorprendió lo oscuro y brillante. Había cogido unas flores, estaban un poco moribundas (¿sería correcto utilizar esa palabra con ella?), se habían quedado mustias entre sus manos blancas. Llevaba un vestido, negro pero mucho más liviano que la toga de siempre, que había cambiado por un manton de flecos, que bien podría ser como cualquiera de los de las mujeres de la pobla. Sus botas de siempre, recias y negras, hacían ruido al andar, mientras se acercaba hasta él. Se paró a dos metros, él se acercó. Su belleza no rivalizaba con su misterio.
-¿Qué has venido hoy a hacer aquí?
-Pasear
El rostro de él se relajó. Ella le cogió del brazo. Sintió un frío atroz por unos segundos, pero luego se acostumbró. Andaron juntos por el mercado. Ella hablaba poco, pero le escuchaba atentamente. Él le contó su vida, aunque ella, todo lo sabía.
-¿La querías mucho, verdad?
A él le sorprendió la pregunta. Ni siquiera estaban hablando de su mujer. Pero lo que más le extrañó, es que no se sintió mal al recordarla.
-Mucho.
-Tuve que llevarmela. Estaba en la lista. Lo retrasé muchísimo. No estabas preparado.
-Nunca lo hubiese estado.
-No tuve otro remedio.
-¿Por qué tenemos que morir?
-Bueno, hay distintas explicaciones. Ninguna es la verdadera, o todas lo son. A veces es por justicia. Ya sabes, alguien daña a alguien y bueno, se decide que hay que llevárselo.
-¿Lo decides tú?
-¿Yo?, para nada. Sólo soy una parca, una enviada. Existe un consejo de sabias y sabios. Ellas y ellos deciden quienes se van y quienes se quedan. Intentan que haya justicia, pero siempre hay fallos.
-Hay niños pequeños que mueren, a veces a los pocos días o meses de vida.
-Lo sé. Muchos de ellos han nacido sin tener alma asignada, por tanto no deberían estar aquí. Sé que es duro, pero es así. Otras muertes son fallos del consejo, no son infalibles.
-¿A ella por qué te la llevaste?
-Es difícil de explicar. Las personas tenéis cosas que hacer aquí. Aprender y enseñar: respetar la naturaleza, ser amable, ser bueno con los demás, soñar, querer a alguien, sentirse amado. Y cuando sabes hacerlo todo, no tienes razón para estar aquí y te vas.
-Ella tenía muchas cosas por hacer.
-No, ella lo había hecho todo. Aprendió a cantar como nadie, era pura ternura con todo el mundo, su inteligencia era tal que trataba al bosque como si fuese su casa. Leía como nadie. Y te amaba sobre todas las cosas.
Intentó no llorar, pero no lo pudo evitar.
-No pude retenerla más. Pero te aseguro que está en un lugar mejor.
Respiró hondo, y decidió cambiar de tema. Ella miraba unas manzanas rojas mientras él le hablaba del bosque. Pagó una para cada uno. Él se la comió en cuatro bocados, ella jugó con la fruta, la olía, la tocaba, estaba realmente fascinada.
-Nunca te había imaginado así.-le dijo mientras se sentaban en un banco fuera de la plaza.
-¿Cómo me habías imaginado?
Ella parecía interesada y divertida. Supuso que imaginaría la respuesta.
-Así no. Vieja, arrugada, mala, triste, desolada. Supongo que es la imagen que tenemos de la muerte, si pensamos que es malo, tambien creeremos que la intermediaria es desagradable, supongo.
-Da igual la juventud o la belleza. Si que es verdad que estoy triste y sola.
Su rostro cambió y se ensombreció. Él se acercó un poco y la abrazó. La Muerte se dejó arropar por los brazos del campesino, que se dejó vencer por la tentación de besarla. Notó sus labios y su lengua fríos e inepertos, ella se dejó llevar por el beso. Empezaron a sonar las doce campanadas que marcaban el medio día. Ella se puso tensa, se separó de sus brazos. Parecía que el mundo había parado mientras se dejaba mimar, pero no era cierto. Él en cambio se acercó a ella, le acarició la cara


Aquella noche ella no apareció, ni a la noche siguiente ni a la otra, ni a la otra. Ni siquiera notó su presencia durante varios días. Tardó más de dos semanas en volver a su casa, y él la aguardaba siempre. Estaba cansado, no había podido dormir desde que ella no le guardaba la vigilia. Comía poco y trabajaba mucho, a fin de olvidar esos labios congelados que no se quitaba de la memoria y que había tapado todos los demás recuerdos. Leía sentado en la butaca, como todas las noches, el fuego estaba casi en ascuas. No entró por la puerta, ni por la ventana, simplemente apareció allí, justo delante de él, descalza y despeinada, un poco mojada, pues fuera había froallo nocturno. Llevaba un camisón fino y negro, nada más. Le apartó el grueso libro y se sentó en su regazo. Le tocó la cara con los dedos que parecían nácar. Le retiró el pelo de la frente.
-Pareces muy cansado.
Él no dijo nada, pero no dejó de mirarla, respiró hondo y se tranquilizó. La veía guapa e inalcanzable. Le daba miedo y paz. Ella comenzó a darle besos fríos en las mejillas, el cuello, los labios, los ojos...
-Vamos a dormir
Se lo susurró al oído y después se levantó y le tendió la mano. Él la acompañó hasta el dormitorio. Caminaron despacio. Se detuvieron delante de la cama. Fue ella la que le tomó a él la cara y la que le besó, lentamente en los labios. Él se dejó llevar por sus besos y por sus manos, que le desvistieron lentamente, tocándole la espalda y acariciandole el pecho, luego le empujó sobre la cama muy suave, ella se sentó sobre él y se quitó el camisón. Su cuerpo era blanco, frío y brillante, le recordó a una figura de plata. La tocaba todo el rato para asegurarse que era real. Se estremecía al sentir su cuerpo caliente contra el de ella helado.
Pasaron toda la noche juntos, y amaneció al día siguiente con pinta de que iba a caer cebrina, el cielo estaba grisáceo y el ambiente cargado. Aún parecía de noche. Él se despertó al primer canto del gallo, estaban abrazados, ella descansaba a su lado, blanca, helada y misteriosa. Le besó el pelo, que le olía a musgo fresco y la abrazó con más fuerza, deseó que ese momento no terminase nunca. Ella aún tardó un rato en despertar, pero cuando lo hizo, estaba tan dulce y apetecible que él no pudo hacer más que volver a besarla y atraparla entre sus brazos. Abrió los ojos despacio, pestañeó un par de veces y, al verle tumbado junto a ella, sonrió.
-¿Qué tal has dormido?
-Como un bendito
-¿Qué hora es?
-Hace un rato que cantó el gallo
Ella se sobresaltó, pero se quedó quieta por unos momentos, después le dijo que llegaba tarde, saltó de la cama y desapareció tras la puerta, dejando tras de si el silencio en toda la casa.
Apareció de nuevo ese mismo atardecer. No sonreía, la encontró más pálida de lo normal. Se acercó a él mientras cenaba. Le estuvo mirando largo rato en silencio, apoyada en la mesa, con la cabeza sobre los brazos, mirándole con sus dos ojos quietos y negros. Él comió despacio. Sabía lo que ella iba a decirle, pues el aire se había llenado de algo nuevo, el vino le había sabido un poco picado, como en las despedidas. Tenía los ojos muy brillantes, como si de un momento a otro fuesen a llorar. Decidió no andarse por las ramas:
-¿Te irás para siempre?
Ella, sin cambiar de postura asintió con un leve movimiento de cabeza. Él agachó la mirada, se había dado cuenta que la necesitaba, se había enamorado, pero tambien sabía que no tenía futuro, ¿qué le depararía el destino a un hombre que se había quedado prendado de la etraña belleza de la Muerte? Ella se acercó, y él se abrazó a su cintura. La Muerte le acarició la cabeza con dulzura.
-Nada malo va a pasarte a ti. De eso ya me he ocupado.
-Quiero estar contigo.
-No es posible.
-¿Qué va a pasarte a ti?,¿Cuando podré volver a verte?
-Cuando sea la hora, y aún quedan muchos años.
Cuando notó que él la abrazaba con más fuerza, decidió ser fuerte.
-Me tengo que ir ya.
La mirada de él, sus labios calientes, sus palabras, casi la hacen desfallecer, pero vio una sombra tras la puerta y comprendió que debía irse ya. Se deshizo como pudo de aquellos brazos de hierro que la habían sujetado con tanta firmeza aquella tarde, la otra noche, y la otra vez durante su paseo por el mercado. Desapareció de la habitación y fue hasta aquella penumbra grande. Agachó la cabeza, supo que le esperaba una reprimenda antes que el castigo que más temía.
-Deberías haber terminado antes.
-Lo siento.
-Ya sabes a donde te han llevado tus descuidos y tus despistes.
Ella asintió con la cabeza gacha. Él, Hades, dios del Inframundo, estaba furioso con ella, y lo iba a pagar caro.
-Vete a la casa de la esquinam hay un hombre que tiene sífilis. Tendríamos que haber terminado con ésto hace dos semanas, pero tú paseabas por el mercado y mientras, él sufría, ¿recuerdas para qué estamos aquí?
-Para evitar el sufrimiento y hacer justicia.
-¿Sabes lo que es la justicia? Anoche mataron a una joven en el monte, no lo merecía, aún no era su hora, ¿y tú dónde estabas? en la cama de ese hombre. Si hubieses aparecido, esos dos hombres hoy estarían en su juicio final, y yo no habría tenido que recibir la visita de aquella chica llorosa y asustada.
-Lo siento.
-Ya has dicho que lo sientes. No me sierve sentirlo, has de actuar, ¿qué te crees que es ésto? Tu estás aquí para traer a la gente a mi, no para enamorar a pobres desgraciados.
-Hicimos un trato.
-Claro que lo hicimos. Le dejaré tranquilo, pero tú me perteneces para siempre. No es un trato muy justo, pero lo acepté, así que tienes mi palabra, no le pasará nada, perecerá de muerte natural a la edad de ochenta y tres años, mientras duerma, soñando con los campos de Galicia. Nada de dolor, nada de sufrimiento.
La Muerte miró por su ventana, ya nunca volvería a verle hasta que tuviese que llevárselo, pero aún quedaba mucho tiempo. Le vio derrumbado en el sillón, con los ojos cerrados. Se le encogió el alma, si es que la tenía, y supo que le echaría de menos, que no le iba a olvidar durante lo que durase su castigo, toda la eternidad. Se puso la capucha de su capa y comenzó el ballón.