lunes, 22 de junio de 2015

CARTA

Toledo, 25 de junio de 2015.


           Mi queridísimo gatito endiablado;

          Hace un año que te fuiste de mi lado, doce meses que han pasado como paquidermos cuando pienso que no te abrazo desde hace 365 días. Desapareciste justo al contrario de como viviste, tranquilo, en calma, en mis brazos. Mi endemoniado amigo, me hiciste vivir los siete años más intensos de mi vida, nervioso, haciendo trastadas, apareciendo justo en el momento necesario, para quererme, mimarme. Quien me iba a decir a mis cuarenta años que contigo aprendería tantas cosas.
     El día que entraste en mi vida, apenas me cabías en la palma de la mano. Mi chiquitín, tú no sabías en que casa te metías, y yo no conocía todavía que se pueden sobrepasar los límites del amor a los animales. Decidí llamarte Azrael, en una vida llena de demonios, sólo cabía hueco para otro más. Era una palabra bonita y sus letras sonaban suaves. Pegaba con tu carita de pillo.
     Lo que yo llamaba casa era un agujero oscuro, donde el mal reinaba y se acostaba cada noche en mi cama. Ahora no me da vergüenza ni pudor admitirlo, pero he sido una mujer maltratada. Durante muchos años, primero verbalmente, después con golpes. Hasta que abrí los ojos, y ¡cuánto me costó!, las primeras veces no sabía como reaccionar, después me hice una experta, me levantaba, me sacudía, me limpiaba la sangre, me quitaba la ropa rasgada e intentaba evitar los moratones con los chuletones de Ávila. Al principio de mis tiempos me sentaba en el sofá, a llorar y pensar en todo lo que había echo mal para que no se volviese a repetir mientras sujetaba la carne en mi ojo a punto de explotar. Pero entonces llegaste tú, ya era la época en la que no lloraba nada, pues se me secaron las lágrimas con el paso de los años, y yo me sentaba a perder el tiempo, mientras tú, diminuta bola de pelo, venías a mi lado ha hacerte un pequeño ovillo negro sobre mi regazo. La primera vez dí un respingo, después de la tremenda paliza de un marido maligno no esperaba esa gotita de calor que desprendía tu débil cuerpo. Poco a poco fuimos mejorando la técnica, tu me esperabas escondido a que pasara la tormenta. Si tardaba mucho en incorporarme, me lamías la mano con cariño y ya volvíamos a la rutina los dos juntos.
     El día que cambió todo, empezó nuestra particular batalla como cualquier otro día. Yo me había entretenido en el mercado y aunque corría para tener la comida lista a tiempo, sabía que el Demonio llegaría antes de terminar. Estabas lavándote tu preciosa carita cuando apuntaste las orejas hacia la puerta y saliste corriendo a esconderte. Yo seguí con mi tarea, como si no fuese conmigo, pero por dentro temblaba, y de repente, como siempre, me habían entrado unas ganas tremendas de hacer pipí. Quise llorar, pero recordé que desde hacía años ya no me salían las lágrimas. 
     Escuché la puerta que se cerró de un portazo. Escuché los pasos hasta el comedor, después nada. Se acercó silencioso a la cocina.
     -No puedes salir ni saludarme. Parece que no tengas ganas de verme.
     Pues caro que no tenía ningunas ganas de verle, las pocas horas que pasaba en casa eran horribles, aunque tampoco eran muy buenas las que estaba sola, pero no tenía tanto miedo. La voz me temblaba como siempre. Le hablé sin mirarle, desde hacía mucho tiempo ese demonio me daba asco y procuraba no verle la cara directamente nunca.
     -No te he escuchado, ¿cómo te ha ido el día?
    -Como si a ti te importase, siempre estás haciendo el tonto, liada con tus cosas de maruja, que ni eso sabes hacer, aún ni tienes la comida hecha. ¿Realmente yo merezco esto?
     -Lo siento, me entretuve en el mercado.
   -Cuando te pones a sonreírle al carnicero se te olvida hasta de como te llamas. Te gusta el cerdo ese, ¿verdad? Te habrás tirado una hora arreglándote para que te vea guapa. ¿Has visto la edad que tienes? Le llevas por lo menos veinte años, ya no te mira nadie, estás hecha polvo, solo das lástima. ¿Me oyes o que?
     -Si...
     -Pues mírame cuando te hablo, inútil.
    Yo seguí moviendo los spaguetti en la olla hirviendo. No podía mirarle, la última vez que le vi los ojos tuve pesadillas tres noches seguidas. Había tenido un mal día en el trabajo y no iba a dejar la batalla tan pronto. Se me acercó.
     -Sírveme la comida ya
     -Le quedan aún cinco minutos.
     Hubo un golpe, el último, pero yo aún no lo sabía. Y sólo me rozó, porque por primera vez (aún no me explico cómo) me aparté y él se hizo daño en el puño.
     -Serás hija de puta.
     Me tiró del pelo y me caí al suelo en una milésima de segundo, lo demás pasó igual de rápido, de repente noté arder el cerebro, el demonio estaba desquiciado, me tiró toda la olla encima, me quemó la cabeza y el brazo con el que me protegí la cara. Cuando levantó la olla vacía para pegarme con ella, tú, mi pequeño salvador apareciste bufado, con el pelo herizado y te le tiraste a la cara a ese ser, arañando, mordiendo, como si no te importase morir en el intento de vengarme. Antes de que te viese salir despedido por una brutal patada, pude ver los ojos del Demonio ensangrentado, su cara roja y después solo el ruido de la puerta. Estabas intentando levantarte, yo me despreocupé de mi piel, que me quemaba, y fui a cogerte en mi regazo. Ahora iba a protegerte, mi pequeño Azrael.

     Tenías dos costillas rotas, y yo el brazo quemado. Nos curó a los dos el veterinario. No hizo preguntas, estuvo serio. Lo único que me dijo fue:
     -Es una pena que maltraten a los animales, son tan inocentes, no se lo merecen.
     Me hizo pensar. Yo elegía vivir con el Demonio. Yo era la que decidía despertarme cada mañana a su lado pero ¿y Azrael? Tú, mi amigo, no decidías someterte a él. Solo querías ser feliz a mi lado, y yo te estaba obligando a soportar a ese hombre. Decidí no obligarte más, decidí irme, alguien tan valiente como tú, se merecía una vida mejor, y yo, al fin, te la iba a dar. Ni siquiera volvimos a casa. Mis pies me llevaron al cajero más cercano, donde saqué todo el dinero del banco y me planté en casa de mi cuñada contigo, aún adormilado, en mis brazos.
     -Ya no quiero que le pegue más a mi gato.
     Hacía meses que no nos veíamos, y ella lloró de alegría al escucharme decir eso. Yo lo hacía por ti, mi gato, o eso creí en ese momento, pues necesitaba una excusa y tú, mi pequeño héroe me salvaste de mi pesadilla. Los primeros meses también fueron malos, pues el miedo se apoderaba de mi cuando salía a la calle, pero después de denunciar y acusar en un juicio duro pero necesario, nuestra vida comenzó a cambiar, dormí mejor por las noches, y conseguí vivir contigo en nuestro pequeño pisito de al lado del Alcázar más bonito del mundo. Me tumbo ahora en el suelo, al sol que entra a través de la cortina clara, para aprovechar la vida. Y salgo a correr, para que me de el aire en la cara y pueda demostrarle al mundo las inmensas ganas de ser feliz que tengo, como cuando tu ibas por toda la casa a velocidad del rayo, sin rumbo ni razón. De cuando en cuando volvía a pasear por Madrid, pero allí ya casi no me quedaba nada, ahora Toledo era nuestra ciudad, nuestra nueva casa. Y cuando por fin era feliz, te me fuiste para siempre, y entonces pensé que en lugar de un endemoniado gato con nombre de hijo de SAtán, quizás lo que realmente fuiste en mi vida fue un ángel que vino a rescatarme de mi misma, que me hizo abrir los ojos a la verdad, quitarme de encima la culpa y la pena, y que me enseñó a vivir libre de preocupaciones.
     De aquellos años me queda el brazo marcado con una quemadura horrible que me hace recordarlo todo para nunca volver a caer, y un cariño extremo hacia ti, mi amado amigo. Siento una gratitud inmensa, nunca voy a encontrar las palabras para agradecerte todo el amor que me has dado y todo el tiempo que has estado junto a mi. QDP

GORDA


          La camiseta voló por encima de sus cabezas. La había arrancado ella, los botones de su camisa saltaron, ¿fue él? Tropezó con sus propias Victoria negras, y se clavó un zapato. Pero nada podía detener ese huracán que eran sus manos abrazándose. Parándose a pensar en la realidad, fue ella quien comenzó el beso. Se quedó quieta un momento después de su arrebato de pasión en el que sus lenguas se juntaban. Sí, él le seguía el beso con el mismo deseo, pero fue en el único momento que ella llevó el control, en el principio, justo después de que se sintiese iniciadora y dueña de ese beso, notó la nevera en su espalda, los labios de él resbalaron por su barbilla, por su cuello, y su mano le levantó el sujetador de ella. Por unos minutos todo se quedó en silencio, solo el sonido de sus respiraciones. Otra prenda al suelo, y ahora la falda, y tropiezos con las bambas... Primero fue en el sofá, abrazándose, besándose, hasta que cayeron al suelo. Después la cama, que dejaron sin ropa de tanto girar sobre si mismos. Ella estaba seria, apasionada, pero seria. Él la hizo reír un par de veces, pero al fin, por una vez, había conseguido que la chica más habladora, se callase, y él lo aprovechó: ahora ponte así, ahora aquí, ya verás que es mejor, abrázame....y ella se dejó llevar por una vez.



     Solamente recordó el pasado cuando ya estaba sola en la cama, después de una ducha tibia y de arreglar las sábanas y almohadas. Tumbada, relajada y sonriente. Pero caprichoso nuestro cerebro que en vez de deleitarse con la voz jadeante de él hacía una hora: qué buena estás...recordó los cuchicheos de los pasillos del instituto, ese edificio rectangular, feo y de ladrillo, donde su culo gordo, sus muslos como troncos de árbol, habían paseado su robusto cuerpo de clase en clase, desfilando por un laberíntico complejo de corredores estrechos en los que se sentía gigante y desproporcionada. Hundía la cabeza en el cuello, para parecer más pequeña, de nada servía. Era una foca, de movimientos que intentaban ser ágiles, pero en realidad lo único que conseguían era hacerla parecer más ridícula. Se movía como en una balsa de agua, pesada, mojada. Una foquita con una capa de grasa de muchos centímetros rodeándole el cuerpo, simpática pero que arrastra sus aletas pesadas y siempre hace reír.

     Él le sonreía a menudo y le deseaba los buenos días, su voz era bonita. Gracias, le había dicho con una gran sonrisa enseñando los dientes, quizás algún día coquetee con la música, ¿qué te parece? Coquetear. Ese era su verbo, lo hacía a diario; con la panadera, con la profesora, las compañeras de clase, hasta con Ella, la chica gorda de ojos bonitos. Charlaban sobre música, teatro, libros y cosas banales. A veces le tocaba la nariz. Es pequeña, le decía. Ella era más reacia al contacto físico y siempre se sonrojaba y agachaba la mirada. En realidad nunca se había creído sus coqueteos, a veces hasta se sentía ofendida, pero como no sonreír cuando es la única persona que te dedica palabras agradables...

     Contrario a lo que piensa la gente de los gordos, ella se miraba al espejo a diario desnuda. Se observaba despacio. Conocía cada pliegue de su grasa corporal. Miraba primero esos tobillos gordos, sus rodillas casi tapadas por la grasa de sus piernas. Los muslos de tronco de árbol. Le encantaba esa comparación, ¿podría haber algo más asqueroso en el mundo que comparar unos muslos de chica de dieciséis años con un tronco de árbol? Se deleitaba buscando similitudes, los bultos de grasa y celulitis se asemejaban a los nudosos nervios de los troncos, su piel, nada tersa, llena de hoyos e irregular, era como la corteza dura de un árbol del patio de su anterior colegio. Afortunadamente no podía asquearse mucho rato por sus muslos, que se juntaban rozándose en el interior, hasta causar pequeñas heridas debido a la fricción y al sudor, afortunadamente sus ojos subían por el espejo y se fijaban en su barriga, que le colgaba como una mochila, cayendo, desde debajo de su pecho, hasta justo la línea del biquini. Nunca se veía los pies, de deditos cortos. A veces se pintaba las uñas de un color bonito, en verano, para disimular con las sandalias, a veces...Su vientre abultado, sus flancos gordos, rebosantes de grasa y al fin sus pechos, grandes y llenos, y por tanto caídos, desde que tenía catorce años. Tenía unos pezones rosados que nunca miraba porque eran bonitos, prefería ver que su papada le tapaba el cuello y que ni siquiera se le marcaban las clavículas. Su cara ni la miraba. Sabía que era bonita. Lo había escuchado a veces. Las personas decían: que pena que sea tan gorda. Nadie escatima comentarios. Recordaba mil, y las personas que los hacían: su tío, diciéndoles a sus padres que si no controlaban el sobrepeso de su hija iban a tener problemas 'gordos', después de ese chiste rió él solo. Su madre, que intentaba hablar con cariño, pero le recordaba que era una gorda, y que la vida le sería más fácil si adelgazaba 'un poquito', alguna amiga, diciéndole siempre: hazlo por ti, por verte bien. Todos esos comentarios jamás caían en saco roto. Los escuchaba todos, aunque hacía como que tan solo los oía, seguía comiendo cualquier hipercalórica comida y mantenía la mirada en el frente. Eres una gorda sebosa, decía un mensaje en su móvil desde número desconocido. Tiemblan los escalones cuando los sube, ¿lo notas?; una voz a sus espaldas. Y siempre el miedo de que alguien por la calle le grite: gorda, como le habían hecho otras veces, tantas veces. Nunca comía por la calle, ni una manzana si quiera. Su amiga siempre lo hacía, chocolatinas, caramelos, sandwiches, masticaba y tragaba. Batidos, palomitas, hamburguesas. Ella nunca. Si va una gorda comiendo por la calle es distinto, queda feo. A ella también le parecía feo. La coca-cola siempre era light. Me gusta más así, mentía. Raspaba pobres calorías de todo lo que ingería. Luego llegó la época de ir a tomar algo, mezclarse con el sexo masculino, que tanto miedo le daba. Las chicas se ponían guapas, se maquillaban un poco las pestañas para intentar lucir unos ojos tan bonitos como los de ella, se ponían pantalones preciosos de color pitufo, camisetas ajustadas y abrigos monísimos que compraban en la tienda de moda de la ciudad. Ella jamás se pudo comprar ni una camiseta allí, mucho menos meter esos muslos de tronco de árbol en aquellos preciosos pantalones que allí vendían. Sus amigas salían con bolsas llenas de ropa preciosa. Ella también compraba; un bolso, un foulard, unos pendientes. Es increíble como se forran este tipo de tiendas gracias a las amigas gordas de las chicas que allí compran. Recuerda sonriendo a una de ellas, que se paseaba por el probador con unos pantalones elásticos azul pitufo, que se le pegaban a la piel y le hacían una figura casi divina: ¿me hace mucho culo? Zorra, con Z y las dos R sonando bien fuerte. Pero ella le sonreía agitando la cabeza, claro que no. Al final no se los compraba porque le quedaban estrechos en esa cintura de la talla 36. Y volvían a casa en metro, su amiga con dos camisetas monísimas y ella con un bolso bandolera que le disimularía en un 2% sus grandes caderas. Una vez, olvidó la de veces que había llorado metida en un probador de esa misma tienda y cogió unos pantalones azul marino. Le abrocharon y casi no le apretaban los muslos de tronco de árbol. No le quedaban bien, no podía casi respirar, pero se los llevó. Y se los puso en mil ocasiones. Cedieron un poco, solo un poco. Pero estuvo con ellos hasta que se le desgastaron por el roce del interior de los muslos. El día que hubo de tirarlos lloró de nuevo, en silencio, mientras se duchaba, como siempre que lloraba por ser gorda, pues ella, de cara al resto era una gorda feliz.

     Tuvo un novio raro y feo. Pero ese chico le gustaba. Iban al cine, de paseo, comían helado en la rambla. Nunca bajó la guardia, sabía que sus amigos le dirían que estuviese con la gorda hasta que encontrase otra mejor. Eso hizo, sin duda, un par de meses después. Ella no era tan guapa, ni tenía los ojos tan bonitos, pero seguramente su culo cabía en unos pantalones vaqueros de la talla cuarenta. Como siempre, debía demostrar que era una gorda feliz, así que les sonrió, entornando un poco la mirada, coqueta. Me alegro que estés bien, (maldito hijo de perra), en serio. Y le temblaban las rodillas cuando se iba, esta vez no por intentar hacer un ejercicio de gimnasia aparentemente fácil y que le costaba la vida, si no por la impresión. Luego le faltaba el aire, y quería sentarse en un banco, pero veía que lloraría en cualquier momento, así que iba camino a casa, a encerrarse en su castillo, pero primero paraba en el súper y compraba patatas fritas, y pan para un bocadillo enorme con salsa barbacoa, y coca-cola, light por supuesto, que era así como le gustaba. Y se encerraba, y comía, y lloraba, y escuchaba canciones absurdas de amor donde Sergio Dalma confirmaba: bailar pegados es bailar. Sus amigas, que eran delgadas y estúpidas, eran buenas y la compadecían, la llamaban por teléfono e intentaban animarla: estoy bien, estoy bien. Claro, ella era una gorda feliz. Y tenía los ojos bonitos.

     Hasta que un día descubrió el mundo. Ni siquiera recuerda cual fue su punto de inflexión. Pero decidió no ser gorda nunca más. Y salió a correr, y corrió casi cada día. Y nunca comía. Y los nervios a veces le jugaban malas pasadas, pero después de llorar y comer encerrada en su palacio imaginario, abría un poco la puerta, se aseguraba que no había nadie e iba hasta el baño. Muchas veces dudó parada en el pasillo, pero el tamaño de su cuerpo de ballena reflejado en el espejo la empujaba de nuevo hacia el baño. Allí se volvía a encerrar. Se lavaba las manos, se arrodillaba junto al váter. Miraba mucho rato el agua parada, sobre el inodoro blanco, se armaba de valor y entonces lo hacía. Primero se metía los dedos hasta la garganta, pero después fue perfeccionando la técnica, usaba el mango de su cepillo de dientes, para no dañarse los nudillos. Lo movía un poco y vomitaba. Las primeras veces le costó muchísimo. Le dolía. Se hacía daño en la traquea, a veces incluso sangre. Los trozos de comida tardaban mucho en salir, a veces se rendía pronto. Con el tiempo, logró sacar todo lo ingerido, hasta quedar solo un líquido viscoso y pegajoso. Cada vez lo hacía más rápido y estaba preparada para los 'daños colaterales', el lagrimeo de los ojos, la mucosidad repentina, sabía exactamente donde iba a mancharse, y como quitarse ese olor que le impregnaba manos y boca. No se lavaba los dientes de inmediato, pues ya había investigado que era más fácil cargarse el esmalte. A veces comía un par de cucharadas de yogur antes, para que saliese mejor. Sabía que debía comer, y cuales eran sus comidas preferidas para vomitar, y qué era lo que debía evitar, como la leche, que se le cuajaba en el estómago y era horrible al devolverla.  El asco de ver lo que fue su comida entre los dedos le daba fuerza para seguir vomitando el resto.

     Treinta y tres años. No llegaba a los cincuenta y cinco kilos. El espejo le devolvía la imagen de una chica delgada, con brazos finos y unas piernas delgaditas. Se pasaba horas delante del espejo, comía una manzana, se tocaba el vientre, no había terminado la fruta y ya estaba llena. Le daba asco, mucho asco. La chica delgada del espejo no era tan guapa. Pero se veía los pies feotes, ya que su plana barriguita le permitía esa casi perfecta imperfección. Tenía fuerza de flaqueza para seguir corriendo a diario. Siempre haciendo cosas, siempre gastando calorías. Ahora se mordía las uñas, y las pieles de alrededor. Nunca estaba sentada más de diez minutos y su carácter era agrio y distante, pero ahora no se molestaba en taparlo con una sonrisa. Las chicas gordas han de ser felices, una gorda tiene que serlo y punto. A las delgadas se les permiten otras licencias, pueden estar malhumoradas y ser secas, se ven preciosas igual. Desapareció un día la mirada coqueta, ya no sabía ponerla, simplemente fue a vomitar una sopa y ya no pudo ponerla nunca jamás. Había cambiado su vida, muchísimo. Ella siempre pensó que quería ser delgada para llevar ropa preciosa y ajustada, para gustarle a todos los chicos guapísimos que veía y caerle bien a todas las chicas que conocía, y al final del día, darse un beso en el espejo, por delgada, por guapa, por feliz. Que gran mentira; llevaba siempre puesta ropa anchísima, de colores oscuros, para que nunca se notase la delgadez enfermiza, odiaba a todos los hombres que se le acercaban, ni los miraba, los veía a todos monstruosos y deformados, babosos, estúpidos, y las chicas le caían horriblemente mal, veía sus miradas penetrantes clavadas en sus propios ojos que antaño fueron bonitos y ahora eran tristes, envidia, lástima, qué se yo,...y cuando volvía a casa no miraba ningún espejo, pues estaban todos tapados para no ver a la delgada, fea e infeliz chica que se reflejaba en ellos. Volvió a mirar su teléfono móvil, justo después de levantarse de la cama de nuevo, después de pensar solo en el pasado y no en Él, le había llegado un mensaje: '¿Quieres ser feliz de una puta vez?' lloraron sus ojos sin darse cuenta, las lágrimas cayeron sobre la cama, dejando dos manchas de agua. Él le había sonreído; siempre has sido maravillosa, ¿que te pasa ahora? Eras una chica radiante, sonriente, preciosa, te amaba. Ya no sonríes, estás mustia. Ella simplemente no habló, siguió abrazada a él, hasta que se cansó y le dijo que se fuese, estaba cansada. Quiero ser feliz, se dijo, y por una vez, la flaqueza no la venció para lo que había deseado desde hacía meses, se levantó, y cada paso que daba se lo dedicaba a todos ellos, su nuevo novio, que adoraba sus huesos de la cadera, marcados, extremos, su amiga con pantalones pitufo, la cantidad de gente que la llamó gorda, ella misma, una chica gorda o delgada, pero débil, infeliz, fea, inútil. Se quitó el pijama, llenó la bañera de agua tibia, le puso sales de lavanda que le había regalado su mamá para que se cuidase, ahora que era una chica guapa (guapa no, delgada) no lloraba, era valiente, ¿valiente? Se metió en el agua de color morada, horrible, detestaba esa tonalidad. Miró al techo, su recuerdo fue para Él, que le declaró amor a la chica que fue antaño, no a ella. Siempre estaba equivocada, era quien no debía, y tan solo quería 'ser feliz de una puta vez', así que se abrió las venas en canal y tiñó de rojo aquel agua lila.