lunes, 22 de julio de 2019

CERVEZA

La luna era muy grande esa noche y estaba casi llena, se reflejaba en el mar Azul de Prusia, dejando en él, la mancha de plata de su ser. El suave rugir de las olas lamiendo las piedras de la orilla, le daban seguridad. Había abierto una cerveza y experimentó una libertad extraña cuando le llegó su olor, que repitió en su cabeza, tardes eternas de playa. Su oro helado, corrió por su aparato digestivo después de besar el cuello verde de la botella con un 1925 grabado. Recordó su sabor enseguida, fuerte y amargo, que hacía años que no probaba y que la trasladaban de nuevo a esa casa, algunos años antes, a planes que nunca había podido realizar, pero que aún guardaban el olor de la expectación y seguían erizando su piel.

La fachada blanca de la casa, sus cactus tan altos como espinosos, los dos faroles que alumbraban levemente la terraza, la brisa suave que mecía el chal sobre sus hombros y el vaivén de las olas, la habían sumido en una quietud agradable como en un poema de Machado, donde el tiempo se para, para dejar que disfrutemos del momento.

Los últimos días habían sido angustiosos, y de sus nervios, que habían contagiado a su bebé, esa tarde se transformaron en cólicos. El llanto desesperado del niño había durado horas, justo paró cuando sonó su teléfono y su madre le cogió aún más fuerte contra el pecho cuando escuchó la voz de la policía al otro lado. La droga es muy mala, estas cosas pasan más a menudo de lo que piensas¿Estás en Almería verdad?, buena chica. Ven mañana, hoy aquí ya no hay nada que hacer. Lamento mucho que haya terminado así, ahora que os habíais dado una oportunidad.

Tras esa llamada que lo cambió todo, había salido la luna y el pequeño se había quedado dormido en su regazo dando paso a una serenidad maravillosa. Después de dar el biberón a su hijo, el niño se durmió como un bendito, salió afuera a pensar, y en lugar de eso, su cabeza caprichosa quiso que disfrutase de ese momento, así que había abierto la cerveza y se sentó a mirar como la noche se apoderaba de la costa de Almería, y allí, perdida en una casa blanca entre el mar y el desierto, se vio a ella misma, a kilómetros de allí, hace un par de días, escuchando una vez más un perdón entre lágrimas sospechosas, y al policía, decirle que: noto que estás un poco más nerviosa de lo normal, pero esta vez parece en serio, de verdad, si no, yo te lo diría, es mi trabajo, tú eres mi responsabilidad, si algo te pasara, nunca me lo perdonaría, por eso, hazme caso, te lo digo con seguridad, que ahora sí me parece sincero, no seas egoísta, hazlo por el bebé, ¿qué dices que te dijo tu familia? Que no pensases solo en ti, después de todo, tú elegiste, sabías bien con quien tenías hijos. Es que sois jóvenes y se ve que os queréis. Mírale, hoy se nota que está destruido, nunca le había visto llorar así, no quiere ni hablar. Te doy un consejo, como si fueses mi hija. Vete a casa, deja que te prepare un baño y tú te relajas. ¿No decías que el médico te había dado unas pastillas muy fuertes?, ¿ves? El médico también ha notado que estás más alterada. Tómate una y duerme. Mañana, haz las maletas y vete unos días con el niño. Podrás pensar en el futuro mucho más tranquila y recuperarte. Almería era donde tenías aquella casucha, ¿me habías dicho? Pues vete allí, que es casi el fin del mundo. Verás como valoras lo que tienes. Hazme caso, mujer, iros a casa’.

Pero no era diferente. Era como siempre, solo que ella tenía un bebé entre los brazos, al que no había podido amamantar, ya que a causa del miedo, nunca le subió la leche, además, de haberla tenido, le hubiese sabido a hiel al pequeño, debido a su angustia y su pánico. Y eso de no poder dar de mamar a su hijo por culpa de él, a ella, le había llegado al alma.

Se subió al coche y antes de terminar el trayecto, las lágrimas habían dado paso a los insultos. Y de un tirón la sacó del coche. Ella entró en casa y se quedó de pie en mitad del comedor mientras él se preparaba un par de rayas y mascullaba sobre la vergüenza que le había hecho pasar en comisaría. Le miraba mientras intoxicaba su cuerpo una vez más. Ya no quedaba nada bueno de él. Estaba segura. Las migajas de su bondad, se las pasó a su hijo cuando lo engendró. Lo único que llenaba a ese hombre, era la crueldad y el vacío. Después de darse unos golpecitos en las aletas de la nariz, cogió de nuevo las llaves del coche y antes de irse le dio un beso en la cara y le dijo: a portarse bien que por hoy ya has hecho bastante la loca.

Cuando la puerta se cerró, volvió en sí. Dejó a su hijo en la cuna, y mientras le arrullaba, se imaginó a si misma chafando aquellas pastillas que tenía en el bolso, las que el médico le había dicho: ‘solo media en casos de crisis. Si no te calmas, ven a urgencias. Es muy importante que no aumentes la dosis’ Y mezclandolas con la coca que había dejado su marido encima de la mesa del comedor. Imaginó que las mezclaba muy bien, tanto que incluso llegaba a sonreír por el trabajo bien hecho. Después, se imaginó lavándose las manos y preparando una maleta para irse a Almería, donde se vio brindando con ella misma por una victoria merecida, con una cerveza bien fría.

jueves, 11 de abril de 2019

GÓNDOLA

Desde hacía 30 años se levantaba a las 5 de la mañana siempre, pues antes de abrir su portería tenía muchísimas tareas que atender, doblar la ropa que su marido había quitado del tendedero la noche anterior, prepararle a Manolo el desayuno para que fuese a la fábrica, pasear a las perritas de la señora Tiffón y pasar bien el aspirador para que Manolo fregase antes de irse a trabajar.
Todo lo hacía con alegría y, casi siempre, con una sonrisa. Carmen nunca había dejado de trabajar. Nunca se había planteado ni siquiera si le gustaba su trabajo. Era servicial y atenta, además de amable. Los vecinos estaban encantados con su portera. Ella era una mujer sencilla que se contentaba con pasear arreglada los domingos del brazo de su Manolo. Jamás había pedido nada, pero de unos años a esta parte, se había aficionado a guardar las monedas de 2 euros en frascos de vidrio. Las contaba casi a diario. Iban aumentando más rápido de lo que se esperaba. Ya no era como años atrás, que tenían que apretarse demasiado el cinturón, pero se volvió un poco ambiciosa y decidió ahorrar un poquito en la cesta de la compra para poder guardar esas monedas de canto plateado.
Trabajaba en el carrer Santaló desde hacía veinte años. En la misma finca, con las mismas familias. Dedicando su vida a personas que no le tocaban nada, que la querían desde la distancia que sus posiciones sociales se lo permitían. 
Ella se sentaba a ordenar el correo en su cubículo del portal y escuchaba desde siempre baladas clásicas en italiano, que se sabía de memoria, y eso que no conocía el idioma. La señora Riguart, la escuchó cantar La bámbola mientras limpiaba el espejo de su rellano, y le había regalado hacía dos Navidades, el disco de Sergio Dalma, donde interpretaba éxitos italianos traducidos al español. Ella, en su breve siesta de veinte minutos en el sillón, cerraba los ojos y se imaginaba recostada en un parque en Italia, escuchando la música flotar por el aire.
Resultó que los Rosell visitaron la península Apenina justo después de su afición a guardar las monedas y le trajeron un presente hortera y feísimo, pero cuando lo miró con más detenimiento, Carmen no pudo apartar la vista de esas barcas alargadas y estrechas que parecía que se moviesen al sonido de 'Via Dalma' por esa bola de cristal con purpurina. En una punta había un hombre con un sombrero elegantísimo, una camiseta a rayas y un remo largo. En la otra, una pareja de enamorados. Paseaban por unas casas preciosas en unas calles sin aceras, solo agua. Carmen cerraba los ojos y se imaginaba así, sentada en esa barca, y el mundo se volvía de repente tranquilo y calmado. Como las siestas del sábado, cuando sabía que no tenía nada que hacer y que nadie la esperaba. El mundo entero paraba a su gusto durante 45 minutos. El aire le refrescaba los pies descalzos sobre la colcha y ella, sentía el cuerpo de Manolo al lado, protegiéndole, sabiendo que a su lado, él estaba feliz y tranquilo. Esa maravillosa sensación, pocas veces alcanzada, tenía que ser igual a la que se sentía paseando en esa barca de forma surrealista. Mirando esos edificios que hundían sus cimientos en el agua, mientras que los pasos de peatones se convertían en románticos puentes de piedra. Y de esas casas estrechas, salía olor a tomate y orégano, que así debería oler la Italia verdadera
Manolo era el hombre más bueno que conocía. Nunca rechistaba por nada y la decía guapa algunas veces, ella sabía que cuando Manolo se lo decía era porque realmente ese día estaba más guapa de lo normal. Siempre alababa sus comidas y a diferencia de otros maridos de la edad de Manolo, él se encargaba a diario de los platos, de fregar el suelo y algunas tareas más. Y cuando Carmen se ponía una falda más corta de lo normal, a pesar que casi rozaba los 60, Manolo se la quedaba mirando y le decía; da igual que cumplas años zagala, tienes unas piernas de revista. Y ella le regañaba por zalamero, pero le encantaba que se lo dijese. Cada sábado salía temprano de trabajar, y le llevaba dos o tres flores bonitas, ella siempre se las aceptaba con un beso en la mejilla y un; ‘un día de estos te van a pillar, que ya no tienes veinte años’. Y luego le abrazaba en la siesta que algunos sábados compartían... A veces, cuando Carmen tenía el ceño fruncido por los quebraderos de cabeza diarios, él le hacía bromas para que sonriese, y ella le reprendía sus ganas de chiste siempre. Pero a ella le encantaban esas costumbres que su Manolo siempre mantenía, como cuando la abrazaba para olerle el perfume del pelo o cuando le masajeaba los pies siempre que veían la tele juntos en el pequeño sofá, o le hacía cosquillas en la cintura mientras ella cocinaba. Aún ahora, más cerca de la jubilación que de la juventud, Manolo siempre contaba que aún no se explica cómo engañó a la chica más guapa del pueblo para que se casara con él. Medio en broma, medio en serio, pero Carmen siempre le miraba con ternura. Cuando se acostaban ella siempre le dejaba más sitio en la cama, y él le cedía el lado más fresco cuando llegaba el terrible y húmedo verano a Barcelona. Sólo tenían dos demonios, uno por culpa de Carmen; no podía tener hijos. Pero eso a Manolo jamás le importó, y si en su fuero interno se apenaba, nunca había dado señales de eso. Carmen lloraba por ello muchas veces, y se culpaba hasta la saciedad, pero Manolo decía que no podría compartir a su Carmen con nadie, y a ella se le pasaba un poco. 

El otro demonio era culpa de Manolo, era un demonio malo, que aparecía de vez en cuando, estaba dentro de un vaso, o de una botella, le llamaba, le decía que todo era mejor cuando Manolo bebía de él. El veneno del alcohol había llegado a su vida al perder a sus padres muy temprano, antes de conocer a Carmen, y aunque ella le ayudaba a ahuyentarlo, nunca se iba del todo. Manolo cada vez era mayor, pero seguía sintiéndose como un chiquillo huérfano, y a veces su alegría se volvía amarga y Carmen sola no podía consolarlo, y buscaba ese sabor dulce, a veces a escondidas, porque tenía vergüenza, pero luego, cuando ya se había dejado engañar por ese sabor durante algunos días, la vergüenza se pasaba, y lo hacía delante de Carmen. Y ella suspiraba primero, pero cuando él se tambaleaba como los barquitos italianos en esas calles sin aceras, le ayudaba a acostarse, le quitaba las botas, llamaba al trabajo para contar que Manolo estaba indispuesto del intestino, y luego lloraba. Lloraba sola y bajito, porque pensaba que no tenía derecho a quejarse. Manolo era la persona más leal que conocía y nunca le haría daño conscientemente, pero ahí estaba el dolor, de nuevo.

A veces esa escena se repetía varios días seguidos, y Manolo no era capaz de dejar ese sabor dulce que lo apartaba de la soledad que sentía y lo llevaba de nuevo a los siete años, donde daba de comer a las gallinas junto a su madre y ordeñaba las cabras con su padre. Luego comían pan y chorizo los tres juntos, y siempre cantaban y reían, por eso Manolo era un hombre alegre y bueno, pues lo había aprendido de su familia. Carmen comprendía su pena, pues ella jamás vivió una infancia tan feliz, y de haber tenido lo mismo que Manolo, seguro que ese demonio de los vasos también la engatusaría a ella. Entonces, Manolo lloraba, al darse cuenta que de nuevo había perdido la batalla, y decía que era la peor persona del mundo, y que no era fuerte para afrontar la situación, y que Carmen merecía alguien mejor. Lo intentaba y no podía. A veces, incluso, se había hecho daño a él mismo para resistir la tentación. Entonces, Carmen, de nuevo, rompía sus frascos de vidrio, besaba ese souvenir horrible y volvía a llamar a la clínica.

sábado, 9 de marzo de 2019

ESCAYOLA

Nuestro romance comenzó una tarde de martes, en la biblioteca. Yo estaba con el brazo escayolado y no podría ir a trabajar en unas semanas. Hacía años que no leía, y mucho más que no pisaba una biblioteca.

Había preguntado a la bibliotecaria, eso hacemos los neófitos. Buscaba algo que me mantuviese entretenida, pero ninguno de los libros que veía acababa de gustarme, y allí le encontré a él. En realidad la frase correcta sería que él me encontró a mi, porque yo no le buscaba, simplemente le vi, apoyado en la estantería de las escritoras latinoamericanas, parecía estar esperándome,cerca de mi escayola, para poder tocarnos levemente.

Al principio no me llamó la atención, parecía serio y estirado. Yo pasé de largo, alzando la cabeza con un orgullo extraño en mi. Pero por una extraña razón, que aún no he descubierto, y ya no importa, acabé, primero en una cafetería al lado de la biblioteca y luego sentada en el sofá de mi casa, acomodando los cogines bajo mi brazo para pasar horas con él. La picadura de la curiosidad me afectó desde el primer momento. 

Intenté, además de descubrirle, comprenderle. Y sin darme cuenta, ya me había ofrecido a compartir con él mis próximas dos semanas.

Su lenguaje era claro. Aunque hablaba de forma convencional, no le pegaban algunas palabras antiguas y distinguidas, que a veces utilizaba y que contrastaban con su forma de vestir de sencillez sus historias. Imaginé que su larga vida de experiencias le había llevado a adquirir ese lenguaje que caminaba elegantemente entre lo mundano y la nobleza. Mientras hablaba, me acariciaba mi propio brazo herido, sé que exagero cuando digo que se me calmaba el dolor con su voz.

Habló de su niñez durante mucho rato. De todas las ciudades que después visitó, no consideraba ninguna su casa. Resumió diciendo que simplemente, en su infancia, le faltó un hogar. Su hermana, me dijo, seria y mandona, su madre, una mujer cansada y resignada y sobre todo, lo que más le había marcado: la figura de su padre. De él me habló mucho más. Yo creo que le recuerda aún, de pie en medio de la sala, predicando su propia realidad.

Su nombre me encandiló, Gregory Reeves, lo pronuncié, luego estando sola, varias veces en voz alta, para familiarizarme con él y que no me resultase extraño cuando volviera a oírlo. Las letras salían de la garganta por si solas, como dando gritos y dibujando 'Reeves'. En un arrebato de niña, me lo escribí en la escayola, escondido en el dorso del brazo, con letras pequeñas, para poder verlo siempre que quisiera. Nunca encontré un nombre tan perfecto, Gregory, y se ceñía tan bien a su imagen de hombre triste y melancólico. Miré las letras muchas veces.

El segundo día casi le supliqué que siguiese hablando sobre su vida. Íbamos en el autobús y nuestra conversación silenciosa se confundía con el motor del vehículo, los cuchicheos de las mujeres y el olor a chicle de los niños que iban al colegio. Ese día me habló de sus dos grandes amigos, los hermanos Morales, Carmen y Juan José. Cómplices ambos de tantas travesuras y secretos. Carmen, su dulce amiga. Juan José, el chico que siempre quiso ser, a quien envidiaba... Después, con una amplia sonrisa me habló de su primer amor, Olga, una mujer fascinante. Una bruja hippie que lo acogió en su lecho cuando cumplió quince años y le enseñó a defenderse en el amor.

A medida que pasaban los días, su vida me enganchó más y más. Y él, bueno, él me cautivó por completo. Casi olvidé el resto del mundo. Su vida fue la mía. Me alegré cuando él era feliz, sufrí cuando sufrió y lloré cuando él lloró. En mi vida se mezclaban los nombres de la suya, Judy, Carmen, Timoty, todos eran parte de él, y yo los sentí como parte de mi. Aún recuerdo la amargura con la que lloré cuando me dijo, que en la guerra, murió Juan José en sus brazos, sentí el dolor de cuando le hirieron, el calor de la sangre aún viva de su amigo entre sus brazos, y después, el frío de su cuerpo sin vida, la soledad, la amargura. Pude, en mi pequeño pecho, sentir su paz cuando volvió a reencontrarse con Carmen, con los mismo ojos grandes y ese olor tan familiar, para abrazarla con ternura, y luego besarla con pasión, para amarla como nunca lo había hecho. Sentí una pena tremenda cuando se distanciaron, aunque me alivió pensando que quizás ahora seguía solo, y podría volver a interesarse en algún otro tipo de mujer, alguna con gafas, bajita y morena, como por ejemplo yo....

Me contó lo de sus dos matrimonios fallidos, lo de sus hijos consentidos. Su fracaso como padre, como hombre, dijo. Me hubiese gustado cogerle las manos, para poder hacerle notar que estaba allí, con él. Quise abrazarle. Sentí el dolor en sus palabras, noté su pena, sollocé, dos lágrimas mojaron mi rostro. Las sequé, volví a poner un muro para que nadie notase lo que sentía. Compartí con él tantas cosas, tantos sentimientos,... Estaba enamorada.

Quince días después de nuestro primer encuentro, me encontraba allí, en el mismo lugar. Estuve parada un rato delante del mostrador. Me sentía extraña, no estaba preparada para la despedida, pero tenía que ser así. La mujer que estaba frente a mi, sonrió. Dejé con mi mano sana, un libro morado sobre la mesa, en letras blancas se leía El plan infinito de Isabel Allende. Lo había llevado aferrado a mi pecho, incluso había pensado no devolverlo. La mujer rellenó un papel mientras yo seguía mirando el libro.

-¿Qué te ha parecido?
-Muy intenso.
-¿Y Gregory Reeves?

Me miró a los ojos. Lo sabía, sé que ella lo sabía todo. Seguramente ella lo sabía desde que entré por la puerta. Era mala, quería reírse de mi pena. Con vergüenza, oculté mi escayola pintada con su nombre. Volví los ojos al libro con tristeza.
-No está mal.

Salí del edificio y sacudí la cabeza. Tenía que olvidarme de él, no era más que un personaje de novela, alguien que existía entre las páginas del libro 'es la vida del marido de la escritora', había dicho la maldita bibliotecaria.

Me paré al borde de la carretera esperando que el semáforo se pusiera verde. Miré al suelo, esa iba a ser mi vida sin él, triste y vacía y tan gris como esa misma tarde lluviosa. Me abroché el abrigo y agarré con fuerza el libro que llevaba bajo el brazo escayolado 'Cocina rica y sabrosa mediterránea'. Quise ser previsora, no iba a volver a enamorarme. Al fin, el semáforo cambió de color y crucé la calle.