Desde hacía 30 años se levantaba a
las 5 de la mañana siempre, pues antes de abrir su portería tenía muchísimas
tareas que atender, doblar la ropa que su marido había quitado del tendedero la
noche anterior, prepararle a Manolo el desayuno para que fuese a la fábrica,
pasear a las perritas de la señora Tiffón y pasar bien el aspirador para que
Manolo fregase antes de irse a trabajar.
Todo lo hacía con alegría y, casi siempre, con una sonrisa. Carmen
nunca había dejado de trabajar. Nunca se había planteado ni siquiera si le
gustaba su trabajo. Era servicial y atenta, además de amable. Los vecinos
estaban encantados con su portera. Ella era una mujer sencilla que se
contentaba con pasear arreglada los domingos del brazo de su Manolo. Jamás
había pedido nada, pero de unos años a esta parte, se había aficionado a
guardar las monedas de 2 euros en frascos de vidrio. Las contaba casi a diario.
Iban aumentando más rápido de lo que se esperaba. Ya no era como años atrás,
que tenían que apretarse demasiado el cinturón, pero se volvió un poco
ambiciosa y decidió ahorrar un poquito en la cesta de la compra para poder
guardar esas monedas de canto plateado.
Trabajaba en el carrer Santaló desde hacía veinte años. En
la misma finca, con las mismas familias. Dedicando su vida a personas que no le
tocaban nada, que la querían desde la distancia que sus posiciones sociales se
lo permitían.
Ella se sentaba a ordenar el correo en su cubículo del
portal y escuchaba desde siempre baladas clásicas en italiano, que se sabía de
memoria, y eso que no conocía el idioma. La señora Riguart, la escuchó cantar La
bámbola mientras limpiaba el espejo de su rellano, y le había regalado hacía
dos Navidades, el disco de Sergio Dalma, donde interpretaba éxitos italianos
traducidos al español. Ella, en su breve siesta de veinte minutos en el sillón,
cerraba los ojos y se imaginaba recostada en un parque en Italia, escuchando la
música flotar por el aire.
Resultó que los Rosell visitaron la península Apenina justo
después de su afición a guardar las monedas y le trajeron un presente hortera y
feísimo, pero cuando lo miró con más detenimiento, Carmen no pudo apartar la
vista de esas barcas alargadas y estrechas que parecía que se moviesen al
sonido de 'Via Dalma' por esa bola de cristal con purpurina. En una punta había
un hombre con un sombrero elegantísimo, una camiseta a rayas y un remo largo.
En la otra, una pareja de enamorados. Paseaban por unas casas preciosas en unas
calles sin aceras, solo agua. Carmen cerraba los ojos y se imaginaba así,
sentada en esa barca, y
el mundo se volvía de repente tranquilo y calmado. Como las siestas del sábado,
cuando sabía que no tenía nada que hacer y que nadie la esperaba. El mundo
entero paraba a su gusto durante 45 minutos. El aire le refrescaba los pies descalzos
sobre la colcha y ella, sentía el cuerpo de Manolo al lado, protegiéndole,
sabiendo que a su lado, él estaba feliz y tranquilo. Esa maravillosa sensación,
pocas veces alcanzada, tenía que ser igual a la que se sentía paseando en esa
barca de forma surrealista. Mirando esos edificios que hundían sus cimientos en el
agua, mientras que los pasos de peatones se convertían en románticos puentes de
piedra. Y de esas casas estrechas, salía olor a tomate y orégano, que así
debería oler la Italia verdadera
Manolo era el hombre más bueno que conocía. Nunca rechistaba
por nada y la decía guapa algunas veces, ella sabía que cuando Manolo se lo
decía era porque realmente ese día estaba más guapa de lo normal. Siempre
alababa sus comidas y a diferencia de otros maridos de la edad de Manolo, él se
encargaba a diario de los platos, de fregar el suelo y algunas tareas más. Y cuando
Carmen se ponía una falda más corta de lo normal, a pesar que casi rozaba los
60, Manolo se la quedaba mirando y le decía; da igual que cumplas años zagala,
tienes unas piernas de revista. Y ella le regañaba por zalamero, pero le
encantaba que se lo dijese. Cada sábado salía temprano de trabajar, y le
llevaba dos o tres flores bonitas, ella siempre se las aceptaba con un beso en
la mejilla y un; ‘un día de estos te van a pillar, que ya no tienes veinte años’.
Y luego le abrazaba en la siesta que algunos sábados compartían... A veces,
cuando Carmen tenía el ceño fruncido por los quebraderos de cabeza diarios, él
le hacía bromas para que sonriese, y ella le reprendía sus ganas de chiste
siempre. Pero a ella le encantaban esas costumbres que su Manolo siempre
mantenía, como cuando la abrazaba para olerle el perfume del pelo o cuando le
masajeaba los pies siempre que veían la tele juntos en el pequeño sofá, o le
hacía cosquillas en la cintura mientras ella cocinaba. Aún ahora, más cerca de
la jubilación que de la juventud, Manolo siempre contaba que aún no se explica
cómo engañó a la chica más guapa del pueblo para que se casara con él. Medio en
broma, medio en serio, pero Carmen siempre le miraba con ternura. Cuando se
acostaban ella siempre le dejaba más sitio en la cama, y él le cedía el lado
más fresco cuando llegaba el terrible y húmedo verano a Barcelona. Sólo tenían
dos demonios, uno por culpa de Carmen; no podía tener hijos. Pero eso a Manolo
jamás le importó, y si en su fuero interno se apenaba, nunca había dado señales
de eso. Carmen lloraba por ello muchas veces, y se culpaba hasta la saciedad,
pero Manolo decía que no podría compartir a su Carmen con nadie, y a ella se le
pasaba un poco.
El otro demonio era culpa de Manolo, era un demonio malo,
que aparecía de vez en cuando, estaba dentro de un vaso, o de una botella, le
llamaba, le decía que todo era mejor cuando Manolo bebía de él. El veneno del
alcohol había llegado a su vida al perder a sus padres muy temprano, antes de
conocer a Carmen, y aunque ella le ayudaba a ahuyentarlo, nunca se iba del
todo. Manolo cada vez era mayor, pero seguía sintiéndose como un chiquillo huérfano,
y a veces su alegría se volvía amarga y Carmen sola no podía consolarlo, y
buscaba ese sabor dulce, a veces a escondidas, porque tenía vergüenza, pero
luego, cuando ya se había dejado engañar por ese sabor durante algunos días, la
vergüenza se pasaba, y lo hacía delante de Carmen. Y ella suspiraba primero,
pero cuando él se tambaleaba como los barquitos italianos en esas calles sin
aceras, le ayudaba a acostarse, le quitaba las botas, llamaba al trabajo para
contar que Manolo estaba indispuesto del intestino, y luego lloraba. Lloraba
sola y bajito, porque pensaba que no tenía derecho a quejarse. Manolo era la
persona más leal que conocía y nunca le haría daño conscientemente, pero ahí
estaba el dolor, de nuevo.
A veces esa escena se repetía varios días seguidos, y Manolo
no era capaz de dejar ese sabor dulce que lo apartaba de la soledad que sentía
y lo llevaba de nuevo a los siete años, donde daba de comer a las gallinas
junto a su madre y ordeñaba las cabras con su padre. Luego comían pan y chorizo
los tres juntos, y siempre cantaban y reían, por eso Manolo era un hombre
alegre y bueno, pues lo había aprendido de su familia. Carmen comprendía su
pena, pues ella jamás vivió una infancia tan feliz, y de haber tenido lo mismo
que Manolo, seguro que ese demonio de los vasos también la engatusaría a ella.
Entonces, Manolo lloraba, al darse cuenta que de nuevo había perdido la
batalla, y decía que era la peor persona del mundo, y que no era fuerte para
afrontar la situación, y que Carmen merecía alguien mejor. Lo intentaba y no
podía. A veces, incluso, se había hecho daño a él mismo para resistir la
tentación. Entonces, Carmen, de nuevo, rompía sus frascos de vidrio, besaba ese
souvenir horrible y volvía a llamar a la clínica.
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