miércoles, 22 de enero de 2020

PRZECZUCIE (PRESENTIMIENTO)

Tenía la necesidad de fumar. Acababa de darse cuenta que, su tercer mal presentimiento, se había cumplido, como los dos anteriores. Treinta y seis días antes se habían acabado sus esperanzas. Treinta y seis días hacía que había abandonado su casa, la que vio nacer a sus hijos, la que atravesó con su esposa en brazos de recién casados. Su casa, cálida y pequeña, que se había ido vaciando poco a poco, que hacía unas semanas se llenaba de discusiones. Kriska era una mujer de armas tomar y no quería abandonar su hogar. Pero él, llevaba semanas preparándolo todo y no había otra opción posible, por una vez, no tuvo en cuenta los fundamentos de su esposa, se marchaban a su Hungría natal para huir, y a ella le llenaba la cólera en pensar que de nuevo, como durante la Gran Guerra, iba a estar separada de su marido, sufriendo cada día que pasaba sin tener noticias del frente. Y aunque él, le dijo que estaría más tranquilo si la familia abandonaba Polonia, en realidad, lo único que temía, es que ni siquiera Hungría fuese segura llegado el momento. Le dolió ver aquella casa vacía, que había estado llena de niños, llena de olor a pan, llena del ruido de los tacones de sus chicas, pero el recuerdo de su familia, le hacía fuerte en las batallas, que se ganaban, sobre todo, por mantener la entereza y el temple.

Viernes. Aún no rallaba la albada del 1 de septiembre. Su reloj daba las 4:45 de la mañana. Aunque después se diría que ese fue el principio, en realidad, todo se habría cocido a fuego lento durante meses, pero si es cierto que el viernes de madrugada, fue justo el momento en el que se abrieron las puertas del Infierno. Sus compañeros estaban en el frente este combatiendo contra el ejército alemán. Había hecho cálculos miles de veces en pocas horas y no les salían las cuentas. Más de un millón de soldados habían entrado en el país poniendo a su ejército contra las cuerdas. Alemania contaba con la mejor aviación europea, probada en un campo de batalla hostil y sangriento como lo estaba siendo la Guerra Civil Española. Mientras aniquilaban republicanos, corregían errores para el plan que llevaban tiempo diseñando. Con pocas bajas y mucho aprendido, Alemania sacaba pecho en territorio español.  

Se encendió un cigarrillo negro. Ya no le preocupaba su salud. Miró al horizonte de su preciosa  Ternópil, pensó en sus hijos bañándose en el río Seret, en los recuerdos del verano, de nuevo en Kriska, en su valentía, en su risa.

Durante todo el verano del 39, las instituciones europeas, se peleaban por el puerto de Danzig, pero algo muy dentro suyo, un primer mal presentimiento, le estaba diciendo que Alemania jamás se iba a conformar con el puerto más estratégico del país. La excusa del orgullo herido tras la Gran Guerra, los argumentos débiles sobre la agrupación racial que habían explicado a la Cámara de los Comunes, todo eso, había quedado atrás mucho tiempo antes, y él, había visto la voracidad en los ojos del equipo de gobierno alemán. No, nunca se conformarían con Danzig. La ciudad era demasiado pequeña para los grandes planes de invasión nazi. Ellos necesitaban algo mucho más extenso, cercano a Alemania, con las fronteras físicas desdibujadas y fácil de invadir, algo como Polonia.

 Y de repente, en julio, mientras todos creían que la cosa se había calmado gracias al posicionamiento de Reino Unido y Francia, que prometieron que tomarían parte de este conflicto si el Führer llevaba a cabo su promesa de entrar en el Puerto, comienza la invasión. La primera de ellas, que pilló a todos por sorpresa. Delante del ejército alemán, bien preparado y entrenado, con una estrategia impecable, unos polacos desorientados que solamente podía aportar conocimiento del territorio en un país prácticamente llano y sin pasos fronterizos. Veinte años tenía Polonia. Veinte años de libertad, veinte años de democracia y república. Qué fácil había sido la invasión en el oeste.

Como águilas, los nazis iban sembrando el terror en aquellas praderas verdes. Haciendo gala de su superioridad en batalla, de su antisemitismo, de su homofobia y xenofobia, aniquilaban, destruían y reían. No pensaban, no sentían, actuaban. A los polacos, tan solo les quedó rezar y someterse mientras el ejercito avanzaba a Varsovia. Uno a uno, iban cayendo sus generales amigos en el frente.
          - Niech Bóg was przyjmie w swojej chwale, towarzysze.*

No había tirado el anterior cigarrillo cuando se encendió un segundo. El humo negro entrando en su cuerpo y ensuciando sus pulmones, era la sensación más agradable de los últimos días. Eso y el recuerdo de sus compañeros, compartiendo una comida, varias semanas antes, cuando celebraban juntos que las potencias del este de Europa, serían sus aliadas para paralizar la invasión de Danzig. Rió y tosió después. Qué pena, pobres ignorantes. A pesar del ambiente relajado, él estaba intranquilo, y habló con Josep, que le intentó sin éxito, quitarle las preocupaciones con sus explicaciones políticas que él nunca entendía. Después, unas copas y buenas anécdotas sobre la Gran Guerra, en la que ambos, defendieron con orgullo patrio Gorlize.

 Esa semana, las noticias habían llegado rápido. Al principio parecían un poco confusas, desde el sur, 50 mil soldados de infantería checa, pretendían anexionar dos comarcas menores. Los polacos nunca imaginaron la invasión de Alemania. Habían reunido un ejército rápidamente, sin preparar, sin apenas armas, pero ahí estaban, jugándoselo todo al nada. Pero mientras luchaban hasta la muerte, mientras Varsovia resistía, los checos fueron como buitres que piden su parte del festín de la presa. En sus tratos ilegales, Alemania les había permitido quedarse con el sur, y sin la resistencia polaca, ahí se quedaron. Por segunda vez, Polonia fue invadida y con eso, el General Franciszek Kleeberg, confirmó su segundo mal presentimiento, que la ayuda que esperaban desde Francia y Reino Unido, jamás llegaría, pues estaban dispuestos a intervenir en Danzig, pero la invasión del país completo, eran palabras mayores y miraron hacia otro lado. Atrás quedó ese ambiente de tranquilidad que respiraron los soldados en su última cena. Este viernes, la conversación y los temores que compartió con su amigo Joseph Pilsudsk, eran reales.

Le quedaba el último cigarrillo del paquete y de nuevo, el recuerdo de la risa de su esposa. Eso no podía quitárselo nadie. Su risa melosa que le acariciaba el oído. Su risa que contagiaba a sus ojos, a sus manos. Su risa curativa que se llevaría al fin de sus días. Dio gracias a Dios por ese regalo, por esos años con ella, por todo lo que ella le había dedicado, sus años, su paciencia, su amor, su hijos, sus hijas. Quererla había sido fácil. En sus últimos minutos, no pensó un solo momento en todo lo que tenía que haber hecho, en los arrepentimientos, en el tiempo que gastó en odiar, en pelear, en perder el tiempo. Solo pensó en agradecer, por esa vida tan plena. Prefería morir en ese momento luchando por Polonia, que vivir 80 años sin haber conocido a su esposa. La aproximación del ejército rojo se intuía tras el humo, iba a finalizar la tercera ocupación en Polonia.

Cuando habían dado por perdidas las dos comarcas del sur a manos de los checos, apretaron para seguir defendiendo el orgullo de Varsovia, pero la estocada final fue el ejército rojo en el oeste. Como halcones, los soviéticos participaron en el despiece de Polonia, reventando ciudades y ejercito. Solo un general había resistido hasta 17 días la fuerza de los 700 mil bolcheviques que no estaban dispuestos a quedarte sin su trozo del pastel. A él, probablemente le quedasen unas horas de vida, pero no le quedaba mucho más a Europa, pues su último presentimiento, y él nunca se equivocaba, y era la caída del Viejo Continente.


*Dios los acoja en su gloria, compañeros.

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