Tenía
la necesidad de fumar. Acababa de darse cuenta que, su tercer mal
presentimiento, se había cumplido, como los dos anteriores. Treinta y seis días
antes se habían acabado sus esperanzas. Treinta y seis días hacía que había
abandonado su casa, la que vio nacer a sus hijos, la que atravesó con su esposa
en brazos de recién casados. Su casa, cálida y pequeña, que se había ido
vaciando poco a poco, que hacía unas semanas se llenaba de discusiones. Kriska
era una mujer de armas tomar y no quería abandonar su hogar. Pero él, llevaba
semanas preparándolo todo y no había otra opción posible, por una vez, no tuvo
en cuenta los fundamentos de su esposa, se marchaban a su Hungría natal para
huir, y a ella le llenaba la cólera en pensar que de nuevo, como durante la
Gran Guerra, iba a estar separada de su marido, sufriendo cada día que pasaba
sin tener noticias del frente. Y aunque él, le dijo que estaría más tranquilo
si la familia abandonaba Polonia, en realidad, lo único que temía, es que ni
siquiera Hungría fuese segura llegado el momento. Le dolió ver aquella casa
vacía, que había estado llena de niños, llena de olor a pan, llena del ruido de
los tacones de sus chicas, pero el recuerdo de su familia, le hacía fuerte en
las batallas, que se ganaban, sobre todo, por mantener la entereza y el temple.
Viernes.
Aún no rallaba la albada del 1 de septiembre. Su reloj daba las 4:45 de la
mañana. Aunque después se diría que ese fue el principio, en realidad, todo se
habría cocido a fuego lento durante meses, pero si es cierto que el viernes de
madrugada, fue justo el momento en el que se abrieron las puertas del Infierno.
Sus compañeros estaban en el frente este combatiendo contra el ejército alemán.
Había hecho cálculos miles de veces en pocas horas y no les salían las cuentas.
Más de un millón de soldados habían entrado en el país poniendo a su ejército
contra las cuerdas. Alemania contaba con la mejor aviación europea, probada en
un campo de batalla hostil y sangriento como lo estaba siendo la Guerra Civil
Española. Mientras aniquilaban republicanos, corregían errores para el plan que
llevaban tiempo diseñando. Con pocas bajas y mucho aprendido, Alemania sacaba
pecho en territorio español.
Se
encendió un cigarrillo negro. Ya no le preocupaba su salud. Miró al horizonte
de su preciosa Ternópil, pensó en sus
hijos bañándose en el río Seret, en los recuerdos del verano, de nuevo en
Kriska, en su valentía, en su risa.
Durante
todo el verano del 39, las instituciones europeas, se peleaban por el puerto de
Danzig, pero algo muy dentro suyo, un primer mal presentimiento, le estaba
diciendo que Alemania jamás se iba a conformar con el puerto más estratégico
del país. La excusa del orgullo herido tras la Gran Guerra, los argumentos
débiles sobre la agrupación racial que habían explicado a la Cámara de los
Comunes, todo eso, había quedado atrás mucho tiempo antes, y él, había visto la
voracidad en los ojos del equipo de gobierno alemán. No, nunca se conformarían
con Danzig. La ciudad era demasiado pequeña para los grandes planes de invasión
nazi. Ellos necesitaban algo mucho más extenso, cercano a Alemania, con las
fronteras físicas desdibujadas y fácil de invadir, algo como Polonia.
Y
de repente, en julio, mientras todos creían que la cosa se había calmado
gracias al posicionamiento de Reino Unido y Francia, que prometieron que
tomarían parte de este conflicto si el Führer llevaba a cabo su promesa de
entrar en el Puerto, comienza la invasión. La primera de ellas, que pilló a
todos por sorpresa. Delante del ejército alemán, bien preparado y entrenado,
con una estrategia impecable, unos polacos desorientados que solamente podía
aportar conocimiento del territorio en un país prácticamente llano y sin pasos
fronterizos. Veinte años tenía Polonia. Veinte años de libertad, veinte años de
democracia y república. Qué fácil había sido la invasión en el oeste.
Como
águilas, los nazis iban sembrando el terror en aquellas praderas verdes.
Haciendo gala de su superioridad en batalla, de su antisemitismo, de su
homofobia y xenofobia, aniquilaban, destruían y reían. No pensaban, no sentían,
actuaban. A los polacos, tan solo les quedó rezar y someterse mientras el
ejercito avanzaba a Varsovia. Uno a uno, iban cayendo sus generales amigos en
el frente.
- Niech Bóg was przyjmie w swojej chwale, towarzysze.*
No
había tirado el anterior cigarrillo cuando se encendió un segundo. El humo
negro entrando en su cuerpo y ensuciando sus pulmones, era la sensación más
agradable de los últimos días. Eso y el recuerdo de sus compañeros,
compartiendo una comida, varias semanas antes, cuando celebraban juntos que las
potencias del este de Europa, serían sus aliadas para paralizar la invasión de
Danzig. Rió y tosió después. Qué pena, pobres ignorantes. A pesar del ambiente
relajado, él estaba intranquilo, y habló con Josep, que le intentó sin éxito,
quitarle las preocupaciones con sus explicaciones políticas que él nunca
entendía. Después, unas copas y buenas anécdotas sobre la Gran Guerra, en la
que ambos, defendieron con orgullo patrio Gorlize.
Esa
semana, las noticias habían llegado rápido. Al principio parecían un poco
confusas, desde el sur, 50 mil soldados de infantería checa, pretendían
anexionar dos comarcas menores. Los polacos nunca imaginaron la invasión de
Alemania. Habían reunido un ejército rápidamente, sin preparar, sin apenas
armas, pero ahí estaban, jugándoselo todo al nada. Pero mientras luchaban hasta
la muerte, mientras Varsovia resistía, los checos fueron como buitres que piden
su parte del festín de la presa. En sus tratos ilegales, Alemania les había
permitido quedarse con el sur, y sin la resistencia polaca, ahí se quedaron.
Por segunda vez, Polonia fue invadida y con eso, el General Franciszek
Kleeberg, confirmó su segundo mal presentimiento, que la ayuda que esperaban
desde Francia y Reino Unido, jamás llegaría, pues estaban dispuestos a
intervenir en Danzig, pero la invasión del país completo, eran palabras mayores
y miraron hacia otro lado. Atrás quedó ese ambiente de tranquilidad que
respiraron los soldados en su última cena. Este viernes, la conversación y los
temores que compartió con su amigo Joseph Pilsudsk, eran reales.
Le
quedaba el último cigarrillo del paquete y de nuevo, el recuerdo de la risa de
su esposa. Eso no podía quitárselo nadie. Su risa melosa que le acariciaba el
oído. Su risa que contagiaba a sus ojos, a sus manos. Su risa curativa que se
llevaría al fin de sus días. Dio gracias a Dios por ese regalo, por esos años
con ella, por todo lo que ella le había dedicado, sus años, su paciencia, su
amor, su hijos, sus hijas. Quererla había sido fácil. En sus últimos minutos,
no pensó un solo momento en todo lo que tenía que haber hecho, en los
arrepentimientos, en el tiempo que gastó en odiar, en pelear, en perder el
tiempo. Solo pensó en agradecer, por esa vida tan plena. Prefería morir en ese
momento luchando por Polonia, que vivir 80 años sin haber conocido a su esposa.
La aproximación del ejército rojo se intuía tras el humo, iba a finalizar la
tercera ocupación en Polonia.
Cuando
habían dado por perdidas las dos comarcas del sur a manos de los checos,
apretaron para seguir defendiendo el orgullo de Varsovia, pero la estocada
final fue el ejército rojo en el oeste. Como halcones, los soviéticos
participaron en el despiece de Polonia, reventando ciudades y ejercito. Solo un
general había resistido hasta 17 días la fuerza de los 700 mil bolcheviques que
no estaban dispuestos a quedarte sin su trozo del pastel. A él, probablemente
le quedasen unas horas de vida, pero no le quedaba mucho más a Europa, pues su
último presentimiento, y él nunca se equivocaba, y era la caída del Viejo
Continente.
*Dios los acoja en su gloria, compañeros.
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